Cuando te vi caer
Sebastián Basualdo
Bajo la luna
2008
“Cuando seas un hombre vas a comprender muchas cosas” ha dicho la abuela Paula. Suena a justificación de adulto pero también a presagio. “Supongo que aún no llegó ese momento”, escribe Lautaro desde el presente de una casa ya vacía; y sobre todo: “escribo para entender”. En ese camino de hacerse hombre está la recuperación de la palabra –de todas-. Las palabras obscenas birladas por los padres durante la infancia, las que más tarde serán las malas palabras que no deben pronunciarse, las palabras suprimidas, amputadas, aquellas que los adultos no encuentran para hablar de sexo o de la atrocidad de la guerra. Lautaro se dice, una y otra vez, que todo lo que no se nombra no existe.
Al enseñar a sus hijos las palabras con las que nombrar al mundo, afirma Ariel Arango, los padres les están permitiendo pensarlo. Forzosamente nace para el chico ese mundo mutilado, “un universo de cosas con nombre, legítimo, oficial y otro innominado, ignorado, huérfano. Y es el silencio quien establece la frontera. El niño comprende muy bien ese mensaje sin palabras, lo que no se nombra es porque está prohibido”.
Cuando Lautaro Nogán, el chico de quince años protagonista de la novela, sorprende a su madre en aquella esquina -con eso de que todo en ella era a la vez “familiar y ajeno”-, al verla subirse al automóvil de un hombre que no es Francisco, su héroe, excombatiente de la guerra de Malvinas quien, sin ser su padre biológico, lo eligió como su hijo, es él, en cierta forma, quien se impone cargar con la infidelidad. Es la madre quien engaña y es el hijo quien asume la culpa. Lautaro no dice que ha descubierto a su madre sino a sí mismo: “...descubrí que engañaba al hombre que yo más admiraba en el mundo...” la primera frase de la novela contiene ya una culpa dramáticamente asumida y sella una especie de pacto ignominioso con ese mundo.
La culpa del protagonista es también la de un espectador fatídico; haber visto lo que no debía verse, no poder evitar que “se propague el fuego” o que caigan los héroes. El problema reside en ser testigo. Callará. No hacerlo provocaría la catástrofe. Ya lo hizo una vez, la noche de Navidad, lo que desencadenó la ruptura familiar, sentirse algo así como un asesino y creer que hablar puede ser la causa de todos los males. Y ahí seguirán los diálogos imaginarios, las cartas que no mandará y, antes, las páginas en blanco de su diario luego de aquella última frase: “Si Francisco se entera nos mata”.
Un buen cuento, dice Abelardo Castillo, es una historia contada de la única manera posible. En su dimensión argumental, Cuando te vi caer, no sólo posee la riqueza de sus caracteres novelísticos constitutivos sino que se forja, además, con la inexorabilidad de un cuento. Con un lenguaje neto -narrativo y poético a la vez- y una trama minada de elementos que van incubando una tensión sostenida, Sebastián Basualdo logra estructurar su novela con la contundencia de un arma cargada. No hay nada artificial en este genuino artificio que tiene el punto de vista exacto y el único narrador posible.
La dignidad de la prosa pone de pie a quien, como personaje, ya es capaz de pensar el mundo a través de las palabras, hasta de las que dice omitir, hasta de las que dice no atreverse a escribir. En la lógica de la historia, lo que se presenta como el fracaso de todo aquello que no puede articularse –porque no se entiende o no encaja o es incómodo- contrasta eficazmente con el estilo del escrito que se origina: la sencillez de la narración en primera persona es la base de un discurso preciso. Ante la incoherencia de la sociedad, la mirada auténtica, coherente, del personaje.
Romántico devoto de una guerra de juguete, Lautaro señala en el mapa las islas Malvinas a un compañero de colegio que no sabe bien dónde están, con la orgullosa naturalidad del que indica la barba blanca de Dios asomando bajo una nube. Despliega un campo de batalla en miniatura desde la pueril convicción de quien, con fundamentos precarios, se ha edificado una historia y un tiempo para habitar. Su memoria es un mapa mudo, o mejor dicho, un mapa fraguado. La geografía de la novela es la Buenos Aires de los años posteriores al regreso de la democracia, ciudad de gritos tapiados y calesitas detenidas entre cuyos habitantes han quedado, como agujeros, las siluetas de aquellos que en el pasado fueron arrancados de sus calles, de sus camas y hasta de su propia muerte. En el presente están los otros, los condenados también a desaparecer cada día, perdiéndose en una ciudad desfigurada, paralela, que es fatalmente la misma. Son los últimos amaneceres antes del fin del milenio, las ruinas de una sociedad que alguna vez se enfervorizó en donar sus tesoros privados y enviar chocolate y bufandas para ayudar a quienes iban a ser sacrificados -los chicos de Malvinas– los que nunca volvieron y los que nunca terminan de volver. A los excombatientes se los obligó a no revelar a nadie lo sucedido en esos meses; perdida la guerra no fueron esperados ni recibidos. A los que no pudo mirarse pero a quienes miraron el horror y la locura por todos, se los encerró en el infierno, aturdidos de silencio.
“Todo lo que no se nombra, sencillamente, no existe”. La frase retumba como un disparo a lo largo de la novela, más que como una sentencia irrevocable o una derrota, como una advertencia del personaje a sí mismo. Desde su desamparo, el chico asiste a los litigios familiares, atestigua los gestos con que los adultos creen salir ilesos, con los que mienten y ofenden, maltratan o protegen. La crudeza de lo doméstico se descarga sobre quien sufre, por momentos, una especie de vergüenza ajena de lo que le es propio. A golpes en un silencio humillado han aparecido ya las palabras permitidas que sí utilizan los adultos para nombrar el mundo y que resultan aún más obscenas -padre biológico, padre “postizo”- frases hechas, estúpidas y brutales, o convencionalmente mezquinas para no decir lo que apenas puede pensarse.
Con pleno dominio del ritmo narrativo, Basualdo consigue que el lector olvide que está leyendo ficción para verse adentro de la nueva trama que genera ese “adolecer”, proceso inversamente proporcional a todo lo que el personaje ve caer. La mirada recoge lo que no logra ocultarse y aquello que se exhibe sin pudor, o lo que se veda con impudor y sin tregua; la realidad que apenas puede entreverse por una “ranura obstruida” donde todo aparece como “parcial y equívoco” se condensa en los restos de lápiz labial sobre el borde de un vaso, en una pistola calzada a la altura de los riñones, una cartera demasiado pequeña para una madre o un espejo de mano con restos de cocaína sobre un lavatorio. Lautaro el que mira por todos, por la madre que no quiere mirarlo, la que le presentó la imagen del héroe para armarle un mundo –como si no fuera a crecer algún día, piensa el protagonista- pero también, quizá, para sí misma, para inventarse un hombre que le bastara y a quien luego, como a un soldadito de plástico que ha perdido su color y su brillo, decide retirar del juego.
Dentro de un cuerpo de personajes donde cada uno cumple un rol que en mayor o menor grado siempre resulta decisivo, Cora, la madre, es la que desampara y abandona; Francisco, esa presencia íntegra, a veces algo salvaje pero siempre tierna, protectora, quien lo percibe y rescata. Y es en este sentido, sobre todo, que Francisco Martoy, Veterano de Guerra, alcanza la profunda y cabal dimensión de héroe, ese mítico guerrero con el que Lautaro sueña la noche que lo conoció. Quizá el único padre posible será, justamente, no quien lo ha engendrado –esa silueta avanzando por un pasillo, rasguñada de ausencia- sino quien se elige como tal. Ambos se eligen. En ese respeto feroz inculcado hacia Francisco también late, quizá, la necesidad de labrar un padre para poder despegar de él algún día. Más allá del fraude o la decepción, paradójicamente cimentados en quien es apenas “postizo”, el hijo logra construir el vínculo esencial y la verdadera identidad. No sólo la caída sino el destino de asistir a ella es la pieza fundamental para recomenzar. “Para que los demás edifiquen su vida como pueden otros deben callar” resonará con un nuevo calibre en el final de la novela.
Poco a poco, quien no puede ocultar a su vez la edad que se merece habrá nombrado e inaugurado una realidad más abierta. Allí se levantarán las vitales malas palabras que nadie se atrevió a pronunciar: muerto, suicidio, loco, masturbación, ladrón, asesino, culpable, y todas las que es necesario no omitir si al final se quiere comprender lo que ha pasado, escribirá. Lo hará recordando esa voz “agujereada” pero a través ya de una voz entera que lo sitúa en el camino de entender. Crecer, “arder”, impedir que se lo siga engañando, dejar de cubrir, dejar de ser cómplice del miedo es hacerse hombre.
Como en la restauración de un álbum familiar del que se han arrancado las fotografías y donde las que aún quedan padecen la violencia del corte de una tijera, el pronunciamiento de Lautaro es más que su paciente y doloroso regreso de la ignorancia: es la fundación de una voz. Contradiciendo al narrador cuando afirma que va a elegir una porción de lo que menos le duela para poder seguir con su vida, la novela sustentada en el fracaso es el triunfo de lo que se nombra, se comprende y se asume para poder seguir; la luz de esperanza está precisamente en ese discurso hecho de lo que hubo que recoger en un arranque -a lo Malcolm Lowry-, “los fragmentos de tus textos carbonizados, o incluso tus brillantes iluminaciones y montarlos de nuevo, cuando parecen estar diciendo al diablo con todo eso”.
Cuando te vi caer es la novela del hijo. La novela del hijo huérfano de palabras que dejará de serlo en la medida que recuerde y escriba. Nada habría cambiado si éste no hubiera tenido la necesidad imperiosa –el coraje- de conocer la verdad. “Hay cosas tales que tememos revelárnoslas a nosotros mismos”, escribió Dostoievski. Es el artista, el escritor, quien debe atreverse a decirlas. A través de una voz legítima y con singular carácter, la escritura de Sebastián Basualdo deslumbra por su rigor formal y densidad existencial; su primera novela no sólo revela las secuelas del silencio y el desamparo de una generación educada en la postdictadura sino que da admirable testimonio de quien, como autor, confirma su lugar en la palabra.
Al enseñar a sus hijos las palabras con las que nombrar al mundo, afirma Ariel Arango, los padres les están permitiendo pensarlo. Forzosamente nace para el chico ese mundo mutilado, “un universo de cosas con nombre, legítimo, oficial y otro innominado, ignorado, huérfano. Y es el silencio quien establece la frontera. El niño comprende muy bien ese mensaje sin palabras, lo que no se nombra es porque está prohibido”.
Cuando Lautaro Nogán, el chico de quince años protagonista de la novela, sorprende a su madre en aquella esquina -con eso de que todo en ella era a la vez “familiar y ajeno”-, al verla subirse al automóvil de un hombre que no es Francisco, su héroe, excombatiente de la guerra de Malvinas quien, sin ser su padre biológico, lo eligió como su hijo, es él, en cierta forma, quien se impone cargar con la infidelidad. Es la madre quien engaña y es el hijo quien asume la culpa. Lautaro no dice que ha descubierto a su madre sino a sí mismo: “...descubrí que engañaba al hombre que yo más admiraba en el mundo...” la primera frase de la novela contiene ya una culpa dramáticamente asumida y sella una especie de pacto ignominioso con ese mundo.
La culpa del protagonista es también la de un espectador fatídico; haber visto lo que no debía verse, no poder evitar que “se propague el fuego” o que caigan los héroes. El problema reside en ser testigo. Callará. No hacerlo provocaría la catástrofe. Ya lo hizo una vez, la noche de Navidad, lo que desencadenó la ruptura familiar, sentirse algo así como un asesino y creer que hablar puede ser la causa de todos los males. Y ahí seguirán los diálogos imaginarios, las cartas que no mandará y, antes, las páginas en blanco de su diario luego de aquella última frase: “Si Francisco se entera nos mata”.
Un buen cuento, dice Abelardo Castillo, es una historia contada de la única manera posible. En su dimensión argumental, Cuando te vi caer, no sólo posee la riqueza de sus caracteres novelísticos constitutivos sino que se forja, además, con la inexorabilidad de un cuento. Con un lenguaje neto -narrativo y poético a la vez- y una trama minada de elementos que van incubando una tensión sostenida, Sebastián Basualdo logra estructurar su novela con la contundencia de un arma cargada. No hay nada artificial en este genuino artificio que tiene el punto de vista exacto y el único narrador posible.
La dignidad de la prosa pone de pie a quien, como personaje, ya es capaz de pensar el mundo a través de las palabras, hasta de las que dice omitir, hasta de las que dice no atreverse a escribir. En la lógica de la historia, lo que se presenta como el fracaso de todo aquello que no puede articularse –porque no se entiende o no encaja o es incómodo- contrasta eficazmente con el estilo del escrito que se origina: la sencillez de la narración en primera persona es la base de un discurso preciso. Ante la incoherencia de la sociedad, la mirada auténtica, coherente, del personaje.
Romántico devoto de una guerra de juguete, Lautaro señala en el mapa las islas Malvinas a un compañero de colegio que no sabe bien dónde están, con la orgullosa naturalidad del que indica la barba blanca de Dios asomando bajo una nube. Despliega un campo de batalla en miniatura desde la pueril convicción de quien, con fundamentos precarios, se ha edificado una historia y un tiempo para habitar. Su memoria es un mapa mudo, o mejor dicho, un mapa fraguado. La geografía de la novela es la Buenos Aires de los años posteriores al regreso de la democracia, ciudad de gritos tapiados y calesitas detenidas entre cuyos habitantes han quedado, como agujeros, las siluetas de aquellos que en el pasado fueron arrancados de sus calles, de sus camas y hasta de su propia muerte. En el presente están los otros, los condenados también a desaparecer cada día, perdiéndose en una ciudad desfigurada, paralela, que es fatalmente la misma. Son los últimos amaneceres antes del fin del milenio, las ruinas de una sociedad que alguna vez se enfervorizó en donar sus tesoros privados y enviar chocolate y bufandas para ayudar a quienes iban a ser sacrificados -los chicos de Malvinas– los que nunca volvieron y los que nunca terminan de volver. A los excombatientes se los obligó a no revelar a nadie lo sucedido en esos meses; perdida la guerra no fueron esperados ni recibidos. A los que no pudo mirarse pero a quienes miraron el horror y la locura por todos, se los encerró en el infierno, aturdidos de silencio.
“Todo lo que no se nombra, sencillamente, no existe”. La frase retumba como un disparo a lo largo de la novela, más que como una sentencia irrevocable o una derrota, como una advertencia del personaje a sí mismo. Desde su desamparo, el chico asiste a los litigios familiares, atestigua los gestos con que los adultos creen salir ilesos, con los que mienten y ofenden, maltratan o protegen. La crudeza de lo doméstico se descarga sobre quien sufre, por momentos, una especie de vergüenza ajena de lo que le es propio. A golpes en un silencio humillado han aparecido ya las palabras permitidas que sí utilizan los adultos para nombrar el mundo y que resultan aún más obscenas -padre biológico, padre “postizo”- frases hechas, estúpidas y brutales, o convencionalmente mezquinas para no decir lo que apenas puede pensarse.
Con pleno dominio del ritmo narrativo, Basualdo consigue que el lector olvide que está leyendo ficción para verse adentro de la nueva trama que genera ese “adolecer”, proceso inversamente proporcional a todo lo que el personaje ve caer. La mirada recoge lo que no logra ocultarse y aquello que se exhibe sin pudor, o lo que se veda con impudor y sin tregua; la realidad que apenas puede entreverse por una “ranura obstruida” donde todo aparece como “parcial y equívoco” se condensa en los restos de lápiz labial sobre el borde de un vaso, en una pistola calzada a la altura de los riñones, una cartera demasiado pequeña para una madre o un espejo de mano con restos de cocaína sobre un lavatorio. Lautaro el que mira por todos, por la madre que no quiere mirarlo, la que le presentó la imagen del héroe para armarle un mundo –como si no fuera a crecer algún día, piensa el protagonista- pero también, quizá, para sí misma, para inventarse un hombre que le bastara y a quien luego, como a un soldadito de plástico que ha perdido su color y su brillo, decide retirar del juego.
Dentro de un cuerpo de personajes donde cada uno cumple un rol que en mayor o menor grado siempre resulta decisivo, Cora, la madre, es la que desampara y abandona; Francisco, esa presencia íntegra, a veces algo salvaje pero siempre tierna, protectora, quien lo percibe y rescata. Y es en este sentido, sobre todo, que Francisco Martoy, Veterano de Guerra, alcanza la profunda y cabal dimensión de héroe, ese mítico guerrero con el que Lautaro sueña la noche que lo conoció. Quizá el único padre posible será, justamente, no quien lo ha engendrado –esa silueta avanzando por un pasillo, rasguñada de ausencia- sino quien se elige como tal. Ambos se eligen. En ese respeto feroz inculcado hacia Francisco también late, quizá, la necesidad de labrar un padre para poder despegar de él algún día. Más allá del fraude o la decepción, paradójicamente cimentados en quien es apenas “postizo”, el hijo logra construir el vínculo esencial y la verdadera identidad. No sólo la caída sino el destino de asistir a ella es la pieza fundamental para recomenzar. “Para que los demás edifiquen su vida como pueden otros deben callar” resonará con un nuevo calibre en el final de la novela.
Poco a poco, quien no puede ocultar a su vez la edad que se merece habrá nombrado e inaugurado una realidad más abierta. Allí se levantarán las vitales malas palabras que nadie se atrevió a pronunciar: muerto, suicidio, loco, masturbación, ladrón, asesino, culpable, y todas las que es necesario no omitir si al final se quiere comprender lo que ha pasado, escribirá. Lo hará recordando esa voz “agujereada” pero a través ya de una voz entera que lo sitúa en el camino de entender. Crecer, “arder”, impedir que se lo siga engañando, dejar de cubrir, dejar de ser cómplice del miedo es hacerse hombre.
Como en la restauración de un álbum familiar del que se han arrancado las fotografías y donde las que aún quedan padecen la violencia del corte de una tijera, el pronunciamiento de Lautaro es más que su paciente y doloroso regreso de la ignorancia: es la fundación de una voz. Contradiciendo al narrador cuando afirma que va a elegir una porción de lo que menos le duela para poder seguir con su vida, la novela sustentada en el fracaso es el triunfo de lo que se nombra, se comprende y se asume para poder seguir; la luz de esperanza está precisamente en ese discurso hecho de lo que hubo que recoger en un arranque -a lo Malcolm Lowry-, “los fragmentos de tus textos carbonizados, o incluso tus brillantes iluminaciones y montarlos de nuevo, cuando parecen estar diciendo al diablo con todo eso”.
Cuando te vi caer es la novela del hijo. La novela del hijo huérfano de palabras que dejará de serlo en la medida que recuerde y escriba. Nada habría cambiado si éste no hubiera tenido la necesidad imperiosa –el coraje- de conocer la verdad. “Hay cosas tales que tememos revelárnoslas a nosotros mismos”, escribió Dostoievski. Es el artista, el escritor, quien debe atreverse a decirlas. A través de una voz legítima y con singular carácter, la escritura de Sebastián Basualdo deslumbra por su rigor formal y densidad existencial; su primera novela no sólo revela las secuelas del silencio y el desamparo de una generación educada en la postdictadura sino que da admirable testimonio de quien, como autor, confirma su lugar en la palabra.
Fernanda García Curten