Zombar
Guilherme Zarvos
Mansalva
78 páginas
2008.
“Zombar” en portugués significa burlarse, despreciar. Esto es lo que hace justamente Guilherme Zarvos, al decidir narrar escenas de la vida de un millonario que comanda una mega empresa mediática llamada Zombar. No sabemos el nombre del magnate, es simplemente “el nieto del Poderoso”: recauda 13 millones de dólares anuales, tiene 13 sirvientes orientales, guardaespaldas y secretarias que lo satisfacen al comenzar cada jornada. Un sujeto despreciable que con un chistar de dedos puede desestabilizar el país, y que lo quiere todo: el negocio de la heroína, el contrabando de armas, todo. Un monstruo que se burla y grita al mundo: “¡Pisá, pisá groso, no te preocupes por quién está abajo!”.
Con un tono rabioso y tajante, el narrador Zarvos se despacha y desprecia a este ser inefable que goza despreciando. Porque lo que esta nouvelle en verdad está narrando, valga la repetición, es el desprecio del desprecio. Es curioso y hasta paradójico que la palabra zombar signifique “despreciar” cuando lo único que le interesa al protagonista es “apreciar”. Esto lo capta muy bien el autor, y por ello abundan las descripciones cuantitativas: el precio de esto, el porcentaje de lo otro, el salario de aquél, etc. Zarvos no solo cuenta algo, sino que también cuenta en su sentido literal: los números se confunden con las letras, y el estilo deviene seco y económico. Pero entre tanta contabilidad, también hay lugar para las digresiones: en sus casi 50 página –ya que de números hablamos– desfilan Perlongher, Toni Negri junto a su imperio, Echeverría y el matadero, Bauman con la modernidad líquida, y más.
Zarvos es una figura mítica del under paulista y un referente esencial en el campo poético carioca (en 1990 fundó un colectivo artístico por donde ha pasado la mayor parte de la producción cultural de Río). “Zombar” fue publicado por primera vez en 2004, y esta edición de Mansalva incluye otra nouvelle titulada “Cantata constante”.
Si la primera ponía el ojo en aquéllos que pisan cabezas, ésta focaliza en los que son pisados y excluidos. Ricos y pobres, separados en estas dos nouvelles como en la vida real: de un lado, el nieto del Poderoso con su ultra raciocinio, su obsesión por medir, calcular, y controlar; el dinero como motor de vida y la acumulación incesante. Del otro, tenemos a Paulinho, un drugo sacado y destructivo que anda por la vida sin tener mucho que perder. Paulinho es la miseria y el desamparo, la desesperación de no tener a qué aferrarse, no tener nada. Es esa misma sensación que transmiten películas como Ciudad de Dios o la más reciente, Tropa de élite: personajes y personas que se rigen por la violencia y que se han acostumbrado a vivir la vida como pura gratuidad y contingencia.
En Río, los barrios de gente bien, supongamos Leblon o Copacabana, no están aislados como barrios privados: las favelas están ahí, muy cerca, mirándolos y acechándolos desde arriba (¡tan lejos pero tan cerca!). Seguramente, más de una vez, el poderoso y Paulinho, esos mundos irreconciliables, se han cruzado por las calles cariocas y se han arrojado miradas de odio. Se han “zombeado”.
“Cantata constante” narra con ritmo vertiginoso y mucho lunfardo el diálogo imposible entre una pareja de adolescentes discutiendo en la cama post acto. La incomunicación se evidencia en la apelación al monólogo interior: los pensamientos de Paulinho y Celina se van alternando, cada uno ensimismado en el odio y los reclamos estériles hacia el otro: él no tolera ser el hazmerreír, el cornudo de la favela; ella está harta de su insensibilidad (quiere un hombre que la cuide y no que la viole). En estas elucubraciones crudas y violentas, cocainómanas, el pasado de los protagonistas se cuela una y otra vez. Un pasado que se repite como una cantata constante: la aliteración en el título evidencia la historia del hijo repitiendo la del padre; como también la certeza de Celina de que Paulinho nunca va a cambiar: ella siempre será la culpable del fracaso porque en definitiva, las mujeres siempre son las putas. La misma incesante repetición que hace a los pobres seguir cargando el peso de la realidad, soportar las humillaciones, vivir la ley de la selva, matarse entre sí, morir de hambre y de espanto… mientras los otros, los nietos de los poderosos, siguen “zombeando” y pisando cabezas con total impunidad.
Con un tono rabioso y tajante, el narrador Zarvos se despacha y desprecia a este ser inefable que goza despreciando. Porque lo que esta nouvelle en verdad está narrando, valga la repetición, es el desprecio del desprecio. Es curioso y hasta paradójico que la palabra zombar signifique “despreciar” cuando lo único que le interesa al protagonista es “apreciar”. Esto lo capta muy bien el autor, y por ello abundan las descripciones cuantitativas: el precio de esto, el porcentaje de lo otro, el salario de aquél, etc. Zarvos no solo cuenta algo, sino que también cuenta en su sentido literal: los números se confunden con las letras, y el estilo deviene seco y económico. Pero entre tanta contabilidad, también hay lugar para las digresiones: en sus casi 50 página –ya que de números hablamos– desfilan Perlongher, Toni Negri junto a su imperio, Echeverría y el matadero, Bauman con la modernidad líquida, y más.
Zarvos es una figura mítica del under paulista y un referente esencial en el campo poético carioca (en 1990 fundó un colectivo artístico por donde ha pasado la mayor parte de la producción cultural de Río). “Zombar” fue publicado por primera vez en 2004, y esta edición de Mansalva incluye otra nouvelle titulada “Cantata constante”.
Si la primera ponía el ojo en aquéllos que pisan cabezas, ésta focaliza en los que son pisados y excluidos. Ricos y pobres, separados en estas dos nouvelles como en la vida real: de un lado, el nieto del Poderoso con su ultra raciocinio, su obsesión por medir, calcular, y controlar; el dinero como motor de vida y la acumulación incesante. Del otro, tenemos a Paulinho, un drugo sacado y destructivo que anda por la vida sin tener mucho que perder. Paulinho es la miseria y el desamparo, la desesperación de no tener a qué aferrarse, no tener nada. Es esa misma sensación que transmiten películas como Ciudad de Dios o la más reciente, Tropa de élite: personajes y personas que se rigen por la violencia y que se han acostumbrado a vivir la vida como pura gratuidad y contingencia.
En Río, los barrios de gente bien, supongamos Leblon o Copacabana, no están aislados como barrios privados: las favelas están ahí, muy cerca, mirándolos y acechándolos desde arriba (¡tan lejos pero tan cerca!). Seguramente, más de una vez, el poderoso y Paulinho, esos mundos irreconciliables, se han cruzado por las calles cariocas y se han arrojado miradas de odio. Se han “zombeado”.
“Cantata constante” narra con ritmo vertiginoso y mucho lunfardo el diálogo imposible entre una pareja de adolescentes discutiendo en la cama post acto. La incomunicación se evidencia en la apelación al monólogo interior: los pensamientos de Paulinho y Celina se van alternando, cada uno ensimismado en el odio y los reclamos estériles hacia el otro: él no tolera ser el hazmerreír, el cornudo de la favela; ella está harta de su insensibilidad (quiere un hombre que la cuide y no que la viole). En estas elucubraciones crudas y violentas, cocainómanas, el pasado de los protagonistas se cuela una y otra vez. Un pasado que se repite como una cantata constante: la aliteración en el título evidencia la historia del hijo repitiendo la del padre; como también la certeza de Celina de que Paulinho nunca va a cambiar: ella siempre será la culpable del fracaso porque en definitiva, las mujeres siempre son las putas. La misma incesante repetición que hace a los pobres seguir cargando el peso de la realidad, soportar las humillaciones, vivir la ley de la selva, matarse entre sí, morir de hambre y de espanto… mientras los otros, los nietos de los poderosos, siguen “zombeando” y pisando cabezas con total impunidad.
Leticia Frenkel