23/9/08

Vitagliano por dos



Cuarteto de autos viejos
Miguel Vitagliano
Eterna Cadencia Editora
2008.

Autito chocadores

I
“El hombre que miraba los elefantes” se llama Octavio, y colecciona cosas viejas. Un llavero con el escudo de la nave Enterprise, antiguos muñequitos con camisetas de fútbol. Colecciona, dice, cosas viejas. Tal vez es mejor decir juguetes, viejos para él, viejos para su adultez pero cercanos a su infancia.
“El hombre que hacía las casitas” hace casitas con fósforos. Las casas son representaciones si no del todo exactas sí significativas, lugares que tienen trascendencia, cierta importancia en la vida de “el hombre que hacía las casitas”. Una vez armadas las ubica en una tabla que ocupa toda una habitación. Es un cuadrado, con manzanas, y un número preestablecido de casas por manzana. Pero aún no está completo, es una colección y como tal, interminable. Similar al personaje de La música del azar de Auster, “el hombre que hacía las casitas” colecciona un mundo, su mundo.
“El hombre que hacía las casitas” decide –sí, decidir antes que sentir– que su matrimonio con Leticia ha llegado a su fin. Deciden, juntos, no separarse hasta ahorrar el dinero necesario para refaccionar la casa y poder venderla a buen precio. Y por lo tanto conviven en ese intermedio, ese espacio poco sólido entre el divorcio y el matrimonio. No son amantes pero sí esposos, son “pareja”. El amor persiste, aunque roto. Leticia se reencuentra con Octavio, “el hombre que miraba los elefantes”. Los une la infancia. Octavio entra a la casa, “el hombre que hacía las casitas” sospecha de un romance. Sospecha y nada más, duda.
Las colecciones de juguetes y de casas de fósforo no son centrales en el argumento, no parecen tener más importancia que estar ahí, ser parte de la vida de esos personajes. Y sin embargo determinan un espacio. Las colecciones marcan algo del orden de lo perdido, un intento infantil por restituir aquello de lo que se puede estar seguro. Pero esa operación no deja de tener cierta apelación a la magia. Son, en definitiva, salvavidas, amuletos para transitar los espacios indeterminados, frágiles y poco seguros.

II
Por qué la tapa con los autitos de juguete. Por qué, precisamente, de juguete, junto al Tatetí y los fosforitos. Parece haber cierta melancolía infantil en esa imagen, y algo de eso hay. Sobre todo una infancia perdurable, pero también una melancolía cercana más bien a la ingenuidad, al anonadamiento que produce el mundo adulto. “El hombre que hacía las casitas”, “La mujer que creía en la ley y en su hijo”, “El hombre que miraba los elefantes” y “La mujer que se casó joven”. Los títulos de las partes que conforman el cuarteto llevan esa musicalidad ingenua, infantil y hasta un tanto desencantada. Parecen justificaciones, pero ¿de qué? Tal vez por la vida perdida, o la ignorancia de un destino. Pero en fin, cómo se puede estar al tanto del destino y los sucesos por venir cuando el panorama se arma sobre el puro azar, las casualidades, o los malentendidos.
Un anónimo, una declaración misteriosa, corta la novela a la mitad pero no la quiebra, porque el devenir parece necesitarlo, el desarrollo de la novela depende de ese anónimo. Un anónimo es pura inseguridad, pura duda. El anónimo lleva en su esencia la palabra brutal y desestabilizadora, el baldazo de agua fría. No se sabe quién lo escribe – aunque el lector sospecha el origen–, no hay a quién echarle la culpa, ni quien se haga cargo y dé fe de lo que se dice. Y sin embargo el anónimo parece establecerse como una verdad, no hay subjetividad detrás, no hay quien lo enuncie. Como la verdad, se enuncia a sí mismo. Se hace evidente por el sólo hecho de ser, y al mismo tiempo despliega la duda alrededor de él.
En los títulos de los capítulos resuenan las identificaciones frágiles, la afirmación de aquella pequeña porción de vida de la que se puede estar seguro y sobre la que construir una descripción. Para lo dado el lugar parece ser el asombro, la mirada extraviada. Y la sorpresa funciona como una obviedad ignorada, el resultado de la ceguera ingenua.

III
Para evitar comunicarse, para evadir la incomodidad de la convivencia, Leticia y “el hombre que hacía las casitas” juegan al Scrabel. Durante la noche, luego de suspender la partida, “el hombre que hacía las casitas” examina el juego y las palabras que Leticia podría haber armado, podría haber escrito y no lo hizo. El juego desata la paranoia del Sentido, la sobreinterpretación. La paranoia se vuelve sobre el juego mismo, Leticia logra scrabel con partido y corazón, pero evita divorcio. En el juego se juega a escribir lo que no se dice, o a no escribir lo posible, lo realizable. Las reglas del azar diseminan la duda sobre la intencionalidad, y la paranoia racional intenta reestablecer el Sentido, la comunicación rota.
Para Octavio, el Mecano, El Cerebro Mágico y otros juegos viejos resultan la única conexión satisfactoria con su hijo Cesar. Además, inventa juegos para Cesar, la lógica del juego establece la única y débil comunicación. Matilde, “la mujer que se casó joven”, juega con los hombres, sin maldad y con la mayor inocencia, su juego se revela en la seducción. Usa pollera y sube la escalera de la zapatería haciendo el ruido necesario para que el viejo don Mirco, dueño del local, juegue a mirarla.
Perla, “la mujer que creía en la ley y en su hijo”, recurre con frecuencia a un ejercicio recomendado por el psicólogo. Dibuja un cuadro de doble entrada con los rubros Hechos, Afectos y Reglas. En las nueve intersecciones puede organizar los sucesos de la vida. El ejercicio resulta una suerte de Tatetí donde traza las cruces mientras intenta pensar con claridad. El juego funciona para Perla como una vuelta a lo seguro, lo claro y visible. La protege de la diseminación de sentidos que quedan encerrados en la cuadricula del Tatetí.
Colecciones de juguetes viejos, casitas de fósforos, juegos inventados y juegos viejos, el scrabel, el Tatetí y los juegos de seducción. Una constelación se arma dentro de la novela y determina los puntos de fuga del relato. Si el juego pone en escena lo imaginario como infancia también remite al azar como esencia. Las reglas contienen el azar, lo delimitan. Cada personaje juega su juego y apela con inocencia a lo mágico para imponer un Sentido. Lo que existe como Hecho en la historia de la novela suele no ser evidente para los personajes.

IV
Sería posible trazar un panorama de símbolos y constelaciones significantes aún más amplio. Es posible, y sin embargo la novela de Miguel Vitagliano no se concentra en los amagues teóricos o la voltereta alrededor del Sentido inaprehensible. Ni por fuera, en el análisis, ni dentro del libro y su trama. Porque en crudo la historia se afirma en lo melodramático –las relaciones sentimentales siempre son melodramáticas– y la puesta en escena del amor roto y las conexiones interpersonales.
Dicho así, huele a cliché, y cualquier “pero” a la cuestión sonaría a salvavidas de plomo. La verdad es que nada de eso parece evidente en Cuarteto para autos viejos. El choque de los autos, el choque de las historias, las vidas cruzadas, los amores bastante perros, los lugares cotidianos –no por eso “comunes” u “ordinarios”–, y los devenires descifrables son puntos de apoyo que en este caso resultan más que firmes. Porque el gustito a diferencia crece con la construcción de los personajes, realista sin caer en el exceso, completa sin renunciar a los espacios de sombra.

Ezequiel Acuña

Contra la interpretación

¿Qué es una ciudad? Más allá de las metáforas orgánicas (la urbe como un gran cuerpo en el que cada individuo es una célula) y mecanicistas (una gran fábrica, un gran centro productivo), la ciudad es también una gigantesca acumulación de soledades, anonimatos, elementos inconexos dentro de un universo de la posibilidad infinita. Se trata de relatos inexistentes salvo para el que los vive, fragmentos minúsculos de ese gran monstruo que nunca logran destacarse sobre la uniformidad de la miríada urbana. Ésa es la ciudad de la nueva novela de Vitagliano. Una ciudad que más que escenario funciona, desde el principio del relato, como núcleo central para pensar la representación y, todavía más, las maneras de representar la propia vida, el modo de narrarla.
La novela empieza con una maqueta de la ciudad. El hombre que decide separarse de Leticia, su pareja, lleva años construyéndola en una suerte de proyección, lectura y reinvención del paisaje urbano para él más importante, más significativo. Réplica y no réplica de la ciudad, es más bien la síntesis, biografía, resultado entonces de un modo de transitar, experimentar y pensar el espacio a la vez que la vida.
El problema es que incluso a él –realizador, lector, hermeneuta de ese escenario biográfico– el sentido de su construcción se le escapa. Tal vez su mujer en vías de dejar de serlo sea la única capaz de desentrañarlo: “La única persona que entendía el sentido cabal de la paradoja era Leticia. La única en el mundo, se repitió para sí contemplando la maqueta al ras del suelo. Pero no sabía en qué mundo”. Su invención, posible esquema clarificador, así como la lógica numérica a la que adscribe –supuesta reina a la que podrían reducirse todas las otras– no le resultan efectivas ante un relato, el suyo, que nunca deja de mostrar su opacidad.
Así es que de movida las estrategias para organizar los hechos que constituyen la biografía, aun cuando consiguen la condensación necesaria para reconocer a un mismo sujeto en ella, caen en el mutismo a la hora de darle una explicación a los hechos. Y es en ese modelo a escala que elije plantarse la novela: organizo un universo, lo hago cohesivo y me resisto a explicar, me resisto a justificar. Así se mueve el narrador de Cuarteto para autos viejos, titiritero mudo, memoria o centro unificador de los hechos, pero nunca docente, nunca la glosa ni la esquematización. Hábil en la trova, artesano, esa voz que da existencia a la historia, administrando con precisión las escenas, imponiéndolas unas sobre otras con la fuerza de la elipsis, democrático en la cesión de la palabra, esa voz de ningún lado y totalidad al mismo tiempo no piensa, se lanza a la sucesión que él mismo crea.
Cuarteto para autos viejos está conformada por cuatro partes, cada una sustentada en la perspectiva de un personaje distinto. Un relato coral donde lo que interesa es mostrar que entre lo objetivo y lo subjetivo media un procedimiento interpretativo incapaz de atrapar lo que se entiende como un afuera, una objetivación, realidad o como quiera llamársele. Hay un afuera, sí, pero lo que de él comprendamos depende pura y exclusivamente del aparato interpretativo paranoico que montemos. Y, claro, el problema de esto son los puntos ciegos de esa apropiación de las cosas y los hechos. Así, la abogada que defiende a mujeres engañadas mientras carga con su hijo down sólo puede desatar la tragedia al saber que su esposo tiene una amante. El edificio se desmorona en un segundo y las acciones cobran vértigo, le ganan a la explicación.
Después de leer la novela de Vitagliano nos queda claro que, aun cuando exista algo así como una realidad, incluso cuando podemos –y narrativamente se hace posible– hablar de hechos, acciones que concatenadas trazan un derrotero de eso que se llama el mundo, más allá de eso, la apreciación que sobre esos hechos hace cada individuo, el modo de vincularse con ellos, la forma en que se opera para extraer de allí un deseo, nunca es unívoca y suele estar atravesada por algún tipo de lógica que funciona a modo de paisaje de fondo para comprender. Digámoslo de otro modo: las lecturas son múltiples y, casi siempre, confrontan. De ahí que la maqueta sea y no, al mismo tiempo, lo que representa. Se trata, al fin de cuentas, de una teoría del arte que se vierte sobre la vida, una teoría estética que se apropia de las vestiduras de eso que, sin saber bien de qué hablamos, llamamos mundo.
Hay, si se quiere, un tono reconciliatorio o, más bien, que propone eludir la confrontación directa. Quizás, me corrijo, se trate de una puesta en duda de ese método como manera de acceder a la verdad. Algo queda, dice uno de los epígrafes, de lo que se va, de lo que desprendemos o nos abandona. Pues bien, completa el relato una vez que alcanzamos la última página, es en el misterio de lo que se pierde donde yace una verdad por descubrir. Abandonarse, renunciar, contemplar sin violentar ni los sucesos, ni los vínculos, ni los objetos. Es claro que siempre conviviremos con los gestos irrefrenables de la conciencia, máquina productora de sentido. No hay escape, nos dice el texto, y lo demuestra con la profusión interminables de verbos que remiten al campo del pensamiento, el decirse, la consideración o la reflexión. Y, sin embargo, eso no echa más luz sobre lo que ocurre, no es más lúcido ni más provechoso, e incluso parece sugerir que es lo que define nuestra condena. Es así el final, Matilde camina hacia Baldivieso y no puede evitar pensarlo, pensarse: “Era un viejo sentado frente a un pocillo de café, y ella una mujer grande, nada más.” Es la voz de ella quien hace tales consideraciones, una vez más el narrador se pone en segundo plano, da paso al fluir del personaje sutilmente. Y luego, dos veces el verbo, “pensó”, “pensó”, para rematar: “Comenzó a considerar la idea de irse unos días”.
Cuarteto para autos viejos abre y cierra con la historia de una separación. Poco importa la acumulación de acciones de diferente tipología –el accidente (automovilístico), la tragedia (amorosa), el drama (familiar)–, lo que el relato nos entrega en su conclusión es la persistencia de algo inevitable. Como si hubiera una sabiduría implícita, como si un conocimiento sobre lo vital se balanceara, mudo, entre cada uno de esos centro de interpretación que son estos personajes, la disolución del vínculo pareciera constituirse desde el epígrafe del libro: “Las cosas pasan y siempre dejan algo que se ignora” es un mantra que retumba entre las paredes de ese edificio ficcional. Como si la novela quisiera enseñarnos –aquí sí, un subterráneo pero luminoso ejercicio de pedagogía– a mantener la calma en la tormenta o como si estuviera señalando con pizcas de sabiduría zen que en verdad, más allá de que nos debatamos por comprender, es ese afuera inaprensible el que, arbitrario, caprichoso, se explica cuando quiere.
“Todos creemos que controlamos las cosas, de ahí que cuanto más creemos que controlamos, más se nos escapan de la mano (…) Me parece que estamos muy acotados, muy segmentados; el personaje que hace las casitas vive calculando, todos viven calculando, pero los cálculos no les salen.” (Vitagliano a Página 12, 1/9/08)
Aunque sea cierto lo que propone Vitagliano en cuanto a no pensar la novela como un ensayo, no dirigirse hacia ella para poner en escena una teoría, incluso cuando cita a Stendhal y su lectura del código civil, admitiendo la existencia de esa escritura blanca, de grado cero, una vez que llegamos a la última página de Cuarteto para autos viejos sí se muestra un concepto. Es que entendemos que lo que la novela pide no es tanto interpretar como leer en su sentido más material, más concreto. Arduo ejercicio que la escritura de este texto parece desmentir en tanto no deja de ser un forcejeo con aquél para que diga algo, un apriete en calles mal iluminadas para que ceda, diga algo, supere el límite del narrar y arriesgue una versión, otorgue un sentido a lo ocurrido. Pero no cede e insiste: los hechos, los hechos. Casi el opuesto del bestseller El pasado, puesta en escena de un elogio de la monogamia, este relato insiste en que nos enfrentemos a la angustia de lo que sigue ahí, inexplicado.

Pablo Klappenbach