5/8/08

La jaula del loro




Los culpables
Juan Villoro
Interzona, 2008.



Dice Christian Ferrer que escribir se escribe desde las tripas. Escribir es una decisión, agrega. No es publicar, ni ganarse el pan, no es tener una voz conocida. Es un destino. Y así como el hombre moderno inventa su futuro, también queda prendido a él, amarrado por los cuatro costados: elijo y quedo confinado a los efectos de esa decisión. Aunque pueda modificarse el rumbo, todo parte de una primera libertad que sienta las bases de un derrotero más o menos infeliz. Una paradoja vital: se es libre de abrir el juego o permanecer inmóvil, pero si se opta por abrir la puerta de la acción es casi seguro que las fuerzas activadas serán una corriente demasiado potente para una sola voluntad.
Algo de eso hay, creo, en el críptico epígrafe de Karl Krauss que abre Los culpables: “Quien calla una palabra es su dueño; quien la pronuncia es su esclavo”.

Más allá de la evidente referencia a la oralidad en los verbos propuestos por el aforista, verbos que anticipan la fragilidad de los narradores de estos cuentos, su suspensión, la falta de profesionalidad de sus voces, lo cierto es que de movida se nos explica los alcances de un refrán archicitado, los efectos impensados y hasta ocultos de una frase comúnmente considerada como acusación: “el pez por la boca muere”. Y es que aquél que se decide a contar asume, con conciencia, inocencia o intrepidez, que en ese pronunciarse hay una purgación, una liberación del peso de lo silenciado que es también, en su anverso, la sumisión a un castigo, una condena, la aceptación de un juicio viciado cuya sentencia, condenatoria, ya es de antemano conocida.

Los siete narradores de Los culpables se agrupan bajo el problema de la primera persona. Confiesan, por lo tanto, ante el juez o el cura, ante el mundillo literario, no interesa, lo que importa es que se imponen como dueños de la historia (en rechazo ante la desusada -¿imposible? ¿fuera de moda? ¿expulsada del presente?- tercera persona) con una urgencia, una recriminación o la necesidad de forzar los límites de una ideología cristalizada que los ubica, los inmoviliza, los fija como el cemento de contacto bajo alguna de las categorías sociales posibles. Me explico: el mariachi que abre el texto, el limpiavidrios, el futbolista decadente o el empresario en vuelo permanente no quieren otra cosa que escaparse, huir de la prisión del ser como profesión, nacionalidad o característica fija.

Cuando uno está en México DF hay una parada obligada, lugar de orgullo barato por la bizarría local: la Plaza Garibaldi. Es ahí que se entra en verdadero contacto con “lo local” (algo así como ir a La Catedral o a cualquiera de las milongas porteñas habilitadas para gringos fanáticos del 2 x 4). Es inevitable –si se quiere decir “estuve ahí”- entrarle al tequila, las cadenas humanas que terminan en una bateria que da electroshocks y que sirve de filtro para saber quién es “el puto” del grupo que se suelta, temeroso de la juguetona picana, es inevitable –decía- pagarle a un grupo de mariachis para que cante una ranchera. Porque ellos son el ícono de lo mexicano en su sentido tradicional. Representan la virtud del macho desgarrado que encara la eterna tormenta amorosa a fuerza de alcohol y hombría: sufro pero resisto. Canto del herido, del traicionado, canto que encarna el reservorio moral.
No menos de tres veces se menciona “lo mexicano” en el cuento “Mariachi”. Desde el ridículo (“Me acusaron de antimexicano por matar animales en África”), la acidez (“¿Es usted mexicano? Sí, pero no lo vuelvo a ser.”) y la provocación (“Un símbolo de los nuevos mexicanos. ¿Los nuevos mexicanos besan motociclistas?”). Tres veces que son una traición -otra tradición fuertemente tricolor- y que abre el juego de lo que la serie intentará una y otra vez: desembarazarse de las categorías, pequeñas prisiones que imposibilitan la libertad, o sea, la indeterminación del sentido.
La narración se justifica a partir de que El Gallito de Jojutla, máxima estrella mariachi, participa de una película independiente catalana en la que no sólo se besa con un motoquero, sino que además aparece como dueño de un pene de proporciones descomunales que es a ciencia cierta una prótesis. Más que enterrarlo como el protagonista en un principio temía, su audacia lo magnifica aún más, hecho contraproducente que, leído a través de los medios, lo reafirma en su estética de máximo referente de la masculinidad mexicana. El Gallito lucha por desprenderse de esa identidad, algo que sólo logra cuando se expone otra vez a la impresión en el celuloide, sólo que ahora mostrando su verga real, humana.
Bisexual, puto, ambiguo, confundido. O simplemente un sujeto hastiado de la confusión total entre mundo privado y vida pública, El Gallito es el narrador que abre el libro pisando fuerte sobre un núcleo duro del ser mexicano, el de la identidad sexual, patriótica, masculina. Y si hablamos de traición hay que ser precisos, dice el texto, ya que no todas las defecciones son iguales. El héroe que era el mariachi narrador no se transforma en un nuevo símbolo de género ni nada por el estilo; por el contrario, la solución que elige es la de humanizarse, rechazar las posibilidades dadas y contar.

“Hay cosas que sólo se pueden entender por medio de la narración (…) Lo importante es que la narración no agota el sentido de lo que cuenta, explora sus diversas posibilidades”, le dijo Villoro a Ñ (12/07/08).
Porque aquí narradores hay muchos pero escritor uno solo. Ése que cose el mundo, lo organiza, lo muestra. Y en la calidad de su hilo, la precisión y la justeza de las puntadas puede mostrarlo todo, evidenciar el absurdo, mostrar la celda.
¿Qué es la celda? ¿En qué consiste para Villoro? Puede ser cualquier cosa. El ya mentado machismo, con sus traiciones y sus megapijas, las nacionalidades y sus clichés (mexicanos –traidores traicionados-, argentinos –charlatanes estafadores-, chinos –mafiosos resistentes-, gringos –etnia primermundista, clase explotadora-), las profesiones y sus interpretaciones de manual (escritores incluidos, como el guionista o el crítico), todo aquello, finalmente, que determina torpe y totalitariamente el sentido de lo vivido, que hace de la vida un imposible, se elija lo que se elija.

Y así se reúnen estos relatos que son fragmentos de lamentos vistos a la distancia y, por lo tanto, con vocación humorística. Es un universo que se sostiene sobre la frase corta, supuestamente traslúcida, bien llevada, pero que cada tanto, acá o allá, mete una bomba en el texto, minas dispuestas con cierto azar para que exploten en la cara del lector: “¿Qué me gustaría? Estar en la estratosfera, viendo la Tierra como una burbuja azul en la que ya no hay sombreros”; “Sentí una paz bien extraña, un lugar para el fin de las cosas”; “¿Cuándo se acaba lo que no tiene meta?”

Pero si las categorías inmovilizan, también obturan la posibilidad de leer por fuera de ellas, de su lógica, así como de interpretar al otro, quien posee la misma intención de rebelarse contra la identidad ya dada. El narrador de “Orden suspendido” se burla de la filosofía New Age que potencia hasta el infinito cualquier indicio de cultura precolombina pseudo metafísico, pero no puede comprender ni el orden de cosas ni que él sea tan o más traidor que su amigo, El Tomate; el guionista de “Amigos mexicanos” nunca alcanza a ver un ser humano detrás del gringo, obvio en sus bermudas de explorador. Ser una ocupación, una nacionalidad, una cualidad: el sentido predeterminado, lo permanente.

Los culpables es una agrupación narrativa cuya posibilidad está dada en pequeñas filiaciones entre los relatos: el tamaño de las vergas, el tomate como afrodisíaco, los animales (gatos, iguanas, hámsters, loros, orcas) y su accionar enigmático, las traiciones amistoso-amorosas, los juguetes, las cervezas Tecate. Se trata de repeticiones inexplicadas de objetos, organización de series heterogéneas inconclusas que tejen un mundo común; filiaciones que no significan más que una fosforescencia, partículas lumínicas flotantes, movibles, posibles pero inciertas.
Si hay al menos un alivio, ese alivio está dado en la capacidad de flotar, suspenderse, negarse a poner los pies sobre el suelo (como las estrellas fugaces de “Los culpables” o la cascada china de “Silbido”). Ya sea en el purgatorio de los aviones comerciales, colgado de un andamio –¿qué más ajeno al mundo del éxito financiero que eso, en las alturas de los monstruos de cristal pero del lado equivocado?– o en la figura inasible del dirigente futbolista chino, “una sombra gorda que flota”, el resquicio, la posibilidad de una bocanada de aire viene de lo que no se comprende o se comprende a medias.
Narrar, en este sentido, otorga no tanto la posibilidad de la revisión como la de girar en torno a una interrogación, un lugar donde el mundo no ha sido completado todavía, donde la construcción de figuras no ha sido terminada y que, por ende, da lugar a lo que por lo menos puede verse como la utopía de la fuga. Narrar es escapar del sentido consolidado. Es que, al fin de cuentas, en toda jaula puede haber un sueño conciente, toda una imaginería de la libertad otorgada por el aire que existe y se mueve entre los barrotes.
Pablo Klappenbach