12/8/08

De Jena al Parque Rivadavia





Mi nombre es Rufus
Juan Terranova
Interzona, 2008

Hacia el final del recorrido vital de la banda de punk rock Birmania, su guitarrista y biógrafo, que ya había flirteado con un grupo de jazz y armado una formación paralela con el baterista (a mitad de camino entre Nirvana y Marisa Monte) comienza a distanciarse del grupo: toca un tiempo con Los Carniceros, antes de pasarse a los Cerebros Serenos, unos darks obsesionados con el éxito. Los Carniceros hacen “funk metal” y su nombre remite a los salvajes federales estigmatizados por un poeta romántico del siglo XIX: “Le habían puesto música a El matadero de Esteban Echeverría y en un momento rapeaban La cautiva.” Como el romanticismo en el Río de la Plata, la historia del grupo Birmania, motivo de la última novela de Juan Terranova, se afirma también en el anacronismo y la originalidad de la adaptación de los movimientos estéticos foráneos al clima de ideas musicales locales. El menemismo y la convertibilidad brindan el sustrato y la ambientación al relato: Birmania empieza a ensayar en el 87 y se afirma en los 90, con los cd’s importados al alcance de cualquier bolsillo de clase media y el país encaramado en una política autodestructiva. “Y ser joven en la Argentina de los 90, ¿qué fue?” se pregunta el guitarrista y escritor de los apuntes que dan forma al texto, y da en la tecla cuando más adelante responde con la desidia y la ceguera de una época: “Yo creo que la convertibilidad sirvió para que hubiera instrumentos más accesibles y precisos”. Claro que si la literatura argentina empieza con Rosas, el punk nacional no le debe tanto a Menem como al Proceso y a Alfonsín. Es durante la última dictadura cuando surgen las primeras bandas punks locales –Los Laxantes, Los Baraja, Los Violadores, Trixi y los maniáticos, Alerta Roja, Geniol con Coca– y en el pudoroso destape alfonsinista donde se afirma la escena, renegando contra una estructura represiva que aún da señales de vida en la policía de Tróccoli. Podría decirse que en este desfasaje temporal que presenta la novela respecto de la historia del punk vernáculo –sitúa su inicio en el compilado Invasión 88 cuando en rigor de verdad ya ha corrido mucha sangre bajo el puente– es donde mejor se lee la crítica al borramiento de la historia practicado por el neoliberalismo y la superposición desjerarquizada de los referentes culturales (la vindicación de los secundarios Ataque 77 y Red Hot Chili Peppers que propone el guitarrista de Birmania ubica en su punto justo la estética del grupo). El fenómeno de lollapaloozación afecta por igual la escena musical y política: una feria ambulante donde conviven todas las tendencias. El narrador hace gala de un estilo prepotente y tajante: “el punk siempre quiso ser”, “el punk no es”, “eso es punk”, que abusa del estereotipo y revela la endeblez ideológica que es el signo de los tiempos novelados. Pero sin duda que esta elección es adrede: no narra la novela el Javi –el cantante–, un reventado que cita a Valery y a Wilde y encarna mucho mejor el imaginario popular del rocker. No es lo mismo la historia de los Doors contada por Morrison, que por Krieger, que por el tarado de Densmore (según Oliver Stone). Vaya si son historias distintas. La historia de Birmania la cuenta un Ray Manzarek atravesado por el tono aforístico de Emile Cioran. La misma definición que hace el narrador de su música puede traspolarse a la novela “Lo nuestro era una música con energía, no una cosa ultrapodrida, industrial o trágica. Nunca sonamos agresivos en ese sentido.” Y aunque Birmania no suene como Swans, Neubauten o la Birthday Party, la historia se deja leer de un tirón, invita a involucrarse, abre la discusión y cumple a rajatabla la sentencia del final: los mitos también nos unen. Como todo recorrido musical es arbitrario, y en esas afirmaciones absolutas del gusto está la punta del ovillo para la polémica: los grupos que están de más, los que brillan por su ausencia. La novela interpela toda esa materia opinable, y lo hace con argumentos y convicción. Expone con franqueza el cruce con internet, que está en el origen del trabajo literario con el material en bruto: Google, Wikipedia y otras yerbas. En esta autoexposición está también la autocrítica del narrador, que anticipa la crítica del lector avezado acerca de lo que falta (como si existiera un ideal platónico para novelar el punk rock): la policía, la droga, la degradación y el lumpenaje: “nunca caí preso y no me siento ‘incompleto’ por eso”. La novela tematiza sus fuentes y sus métodos, sus modelos y sus elecciones narrativas: el fragmento, por ejemplo. Y a propósito de este género romántico por excelencia, el Witz de Terranova revela siempre la explosión del ingenio comprimido, un modo de conocimiento que desprecia la totalidad ordenada y se inclina por el caos. El placer de la lectura de Mi nombre es Rufus debe mucho a esa sentencia del bueno de los hermanos Schlegel: “Witz ha de ser espíritu sociable y genialidad fragmentaria.”

Martín Servelli