Del orden de las coníferas
Aníbal Ford
Buenos Aires, Norma, 2007.
Buenos Aires, Norma, 2007.
Una pista: para entrar a la literatura de Aníbal Ford hay que empezar por concentrarse en su apellido y dejar que la cadena de asociaciones nos conduzca a la imagen mental de una camioneta. Eso es. Después hay que situarse a uno mismo frente al capot: la mano encima de la traba, abriéndola, hasta que aparece el motor a la vista. La tapa de cilindros, los pistones, la grasa. Al momento de contemplar la máquina, cualquiera de nosotros no vería nada más allá de lo que a simple vista es: una máquina. Ford, en cambio, escribe para hacer sentir que se está frente a un acontecimiento maravilloso.
Del orden de las coníferas (Norma, 2007) reúne una numerosa y variada cantidad de relatos –algunos inéditos- escritos desde la década del sesenta hasta la actualidad, en los que Ford emprende, con obsesión de mecánico, la misión de contar una Argentina que ya fue: un país de rutas e industria, una nación donde la máquina y el trabajo manual constituyeron el centro de una utopía de la que sólo quedan, y así parece transmitirse en las casi 250 páginas del libro, evocaciones nostálgicas y pasiones generacionales que Ford se encarga de revisar y poner a prueba parado en su propia experiencia del presente.
Pero es imposible olvidarse que quien narra, quien asume la tarea de poner el lenguaje al servicio de la literatura, es, digamos, el Aníbal Ford de Crisis, el de la crítica de la globalización, el amigo de Haroldo Conti. Y eso, convertido en una clave de lectura de la que es imposible deshacerse, hay que decirlo, se nota.
En una entrevista que le hizo Juan Pablo Bertazza para Radar, el viejo Ford decía con cierto aire quejumbroso que lo habían excluido del padrón de escritores. No aclara quién (la mano invisible del canon hace su trabajo mientras dormimos), pero yo diría que es un resultado obvio de los experimentos a los que Ford somete su literatura; una consecuencia de su incontinencia sociológica.
Alguien que tenga en alta estima los procedimientos y universos ficcionales, cerrados y autoabastecidos, podría leer en los cuentos de Aníbal Ford decenas de marcas defectuosas escondidas bajo el maquillaje de un ataque a las estructuras narrativas clásicas (tramas que deshacen en pocas páginas, escenas inconexas en las que se llega a dudar de la posibilidad misma de constituir un sentido a partir de los textos). El gesto (que la editorial Norma se encarga de resaltar en la contratapa, subrayado por el propio autor en distintas apariciones públicas) es inexplicable sin la referencia al Ford cientista social, a la mano que escribe después de leer de Barthes, en un contexto cuya preocupación más importante (back in the sixties) era la teoría y no, justamente, la literatura.
En más de un cuento del libro Ford realiza un movimiento extraño: arrancarle la ficción a los escritores para llevar un paso más lejos su máquina crítica, como si la literatura fuese la continuación de la teoría por otros medios.
Entonces, qué feedback mamita, qué reception theory, qué freirecito pobre si no hay nada que argumentar y la pobreza is tangrande que hace grigri acá adentro. (“Mi vieja seguía sacando cosas del bolso”)
¿De qué está hablando Ford? ¿Contra quién, o mejor aún, para quién escribe? No porque hable de tango o de peronismo (otros de los motivos recurrentes en estos cuentos), ni porque tenga buen oído y se meta a hurgar en la lengua popular, su literatura ha de tener un destino popular. Menos cuando le pone en la boca a un personaje rural (vaya maniobra) conceptos de teoría de la recepción. Seguramente eso ni siquiera le interese al mismo Ford. A lo sumo, y puestos a imaginar un alcance de estos textos, podemos suponer que puede llegar a convertirse en el hit que los estudiantes de Letras escucharán en sus iPods mentales mientras intentan conciliar el sueño pensando en el cruce entre literatura y experiencia.
La literatura de Ford (al menos en la versión que nos enseña este libro) contagia y en gran parte de los cuentos logra trasladar al lector a su universo de referencia, que no es ni más ni menos que el universo de un viejo intelectual que se acerca a la ruta y a las máquinas para ensanchar su visión de la crítica. Hay un gesto populista en esa operación, para qué negarlo. Ford quiere ir hacia el pueblo, para explicarse a sí mismo y a los demás qué es el pueblo. Pero no lo hace con la arrogancia de quien ilumina, sino con la pasión del que cuenta la historia de su propio viaje.
En uno de los relatos más inclasificables del libro (Haiku), más próximo al diario personal que a cualquier otra cosa, Ford afirma haber estado escribiendo un artículo con el nombre de “La identidad nacional como road movie”. Nada mal para un tipo que lleva por apellido el nombre de una compañía automotriz. Sobre todo porque algunos de sus cuentos logran construir esa sensación de viaje, de viento en la cara, de vieja estación de servicio arrumbada en medio del desierto.
El abuelo (que supo andar por el Atlántico nueve días a la deriva en sus años de pesca por San Blas, quemar caminos de ripio con el International D 50, tocar por cifra, saber de galvanización y electrólisis, y experimentar la sombra por anarcosindicalista) bombea con paciencia, concentrado, el acelerador de la pickup. La Ford 37 azul de fábrica se sacude, meta explosiones. (“Las palomas parecían levitarse”).
En Ford se anudan de una manera poco común el amor a la máquina, la obsesión taxonómica y el puntillismo del artesano. Eso, sí, pero además la paranoia del cientista social, la flema del anarquista que relata con furia la experiencia de los ludditas (“El hilito inglés”) y, en todos los casos, la autobiografía como fundamento epistemológico de la ficción. “Al carajo”, se lo escucha musitar a Ford en sus relatos, “no me importa lo que piensen porque yo estoy acá dentro encerrado en mi propia música”. Hace bien. A los que estamos en la calle nos llega el ruido claro de sus motores vibrando.
Del orden de las coníferas (Norma, 2007) reúne una numerosa y variada cantidad de relatos –algunos inéditos- escritos desde la década del sesenta hasta la actualidad, en los que Ford emprende, con obsesión de mecánico, la misión de contar una Argentina que ya fue: un país de rutas e industria, una nación donde la máquina y el trabajo manual constituyeron el centro de una utopía de la que sólo quedan, y así parece transmitirse en las casi 250 páginas del libro, evocaciones nostálgicas y pasiones generacionales que Ford se encarga de revisar y poner a prueba parado en su propia experiencia del presente.
Pero es imposible olvidarse que quien narra, quien asume la tarea de poner el lenguaje al servicio de la literatura, es, digamos, el Aníbal Ford de Crisis, el de la crítica de la globalización, el amigo de Haroldo Conti. Y eso, convertido en una clave de lectura de la que es imposible deshacerse, hay que decirlo, se nota.
En una entrevista que le hizo Juan Pablo Bertazza para Radar, el viejo Ford decía con cierto aire quejumbroso que lo habían excluido del padrón de escritores. No aclara quién (la mano invisible del canon hace su trabajo mientras dormimos), pero yo diría que es un resultado obvio de los experimentos a los que Ford somete su literatura; una consecuencia de su incontinencia sociológica.
Alguien que tenga en alta estima los procedimientos y universos ficcionales, cerrados y autoabastecidos, podría leer en los cuentos de Aníbal Ford decenas de marcas defectuosas escondidas bajo el maquillaje de un ataque a las estructuras narrativas clásicas (tramas que deshacen en pocas páginas, escenas inconexas en las que se llega a dudar de la posibilidad misma de constituir un sentido a partir de los textos). El gesto (que la editorial Norma se encarga de resaltar en la contratapa, subrayado por el propio autor en distintas apariciones públicas) es inexplicable sin la referencia al Ford cientista social, a la mano que escribe después de leer de Barthes, en un contexto cuya preocupación más importante (back in the sixties) era la teoría y no, justamente, la literatura.
En más de un cuento del libro Ford realiza un movimiento extraño: arrancarle la ficción a los escritores para llevar un paso más lejos su máquina crítica, como si la literatura fuese la continuación de la teoría por otros medios.
Entonces, qué feedback mamita, qué reception theory, qué freirecito pobre si no hay nada que argumentar y la pobreza is tangrande que hace grigri acá adentro. (“Mi vieja seguía sacando cosas del bolso”)
¿De qué está hablando Ford? ¿Contra quién, o mejor aún, para quién escribe? No porque hable de tango o de peronismo (otros de los motivos recurrentes en estos cuentos), ni porque tenga buen oído y se meta a hurgar en la lengua popular, su literatura ha de tener un destino popular. Menos cuando le pone en la boca a un personaje rural (vaya maniobra) conceptos de teoría de la recepción. Seguramente eso ni siquiera le interese al mismo Ford. A lo sumo, y puestos a imaginar un alcance de estos textos, podemos suponer que puede llegar a convertirse en el hit que los estudiantes de Letras escucharán en sus iPods mentales mientras intentan conciliar el sueño pensando en el cruce entre literatura y experiencia.
La literatura de Ford (al menos en la versión que nos enseña este libro) contagia y en gran parte de los cuentos logra trasladar al lector a su universo de referencia, que no es ni más ni menos que el universo de un viejo intelectual que se acerca a la ruta y a las máquinas para ensanchar su visión de la crítica. Hay un gesto populista en esa operación, para qué negarlo. Ford quiere ir hacia el pueblo, para explicarse a sí mismo y a los demás qué es el pueblo. Pero no lo hace con la arrogancia de quien ilumina, sino con la pasión del que cuenta la historia de su propio viaje.
En uno de los relatos más inclasificables del libro (Haiku), más próximo al diario personal que a cualquier otra cosa, Ford afirma haber estado escribiendo un artículo con el nombre de “La identidad nacional como road movie”. Nada mal para un tipo que lleva por apellido el nombre de una compañía automotriz. Sobre todo porque algunos de sus cuentos logran construir esa sensación de viaje, de viento en la cara, de vieja estación de servicio arrumbada en medio del desierto.
El abuelo (que supo andar por el Atlántico nueve días a la deriva en sus años de pesca por San Blas, quemar caminos de ripio con el International D 50, tocar por cifra, saber de galvanización y electrólisis, y experimentar la sombra por anarcosindicalista) bombea con paciencia, concentrado, el acelerador de la pickup. La Ford 37 azul de fábrica se sacude, meta explosiones. (“Las palomas parecían levitarse”).
En Ford se anudan de una manera poco común el amor a la máquina, la obsesión taxonómica y el puntillismo del artesano. Eso, sí, pero además la paranoia del cientista social, la flema del anarquista que relata con furia la experiencia de los ludditas (“El hilito inglés”) y, en todos los casos, la autobiografía como fundamento epistemológico de la ficción. “Al carajo”, se lo escucha musitar a Ford en sus relatos, “no me importa lo que piensen porque yo estoy acá dentro encerrado en mi propia música”. Hace bien. A los que estamos en la calle nos llega el ruido claro de sus motores vibrando.
Alfredo Jaramillo