La descomposición
Hernán Ronsino
Interzona, 2007.
Si bien en otros diálogos, como el Lysis y el Fedro, Platón se ocupa del tema del amor, es en El banquete donde lo aborda en forma exclusiva y directa. En esta obra, Apolodoro le cuenta a un amigo, cuya única función parece ser la de soportar el discurso del primero con un par de intervenciones, lo que sucedió en una reunión organizada por Agatón para festejar su primer triunfo como poeta trágico. Los invitados más notables habían sido Sócrates, Erixímaco, Aristófanes y Alcibíades, y cada uno había dado su discurso apoyado en su estrategia de persuasión. Lo notable es que ni Apolodoro ni su interlocutor asistieron al banquete en cuestión; es decir, que la estructura de la obra está cifrada en un juego de versiones y, se podría pensar, que con cada grado de distancia que la versión toma respecto de los hechos, se agrega una porción de incerteza.
Veinticinco siglos más tarde, Juan José Saer, ordena la materia narrativa de su novela Glosa dentro de un armazón similar al que emplea Platón en el banquete: dos personajes que caminan por la ciudad, Angel Leto y el Matemático, hablan sobre un asado (tiran pescados a la parrilla) organizado para celebrar el cumpleaños del poeta Jorge Washigton Noriega. De la misma forma que en la obra de Platón ninguno de los dos asistió al festejo. Lo que cada uno expone es lo que escuchó sobre el asunto. De esta manera, caminan varias cuadras, departiendo sobre asuntos cotidianos con los que terminan por fundar una tierra de salvación en la que asentar sus identidades en medio de tanto olvido.
Hernán Ronsino plantea la trama de su novela, La descomposición, a partir de una situación parecida a las narradas por Platón en el Banquete y por Saer en Glosa; pero, a diferencia de ellos, suprime la mediación de los personajes narradores que versionan, y habilita la plena autoridad de las voces de los protagonistas de la acción.
Abelardo Kieffer comparte con Bicho Souza un asado. La escena en sí es favorable para la comunicación; subyace en ella cierto atavismo que, desde el comienzo de la humanidad, reúne a los hombres a dialogar alrededor del fuego.
Abelardo Kieffer es el asador y, como tal, es quien detenta el protagonismo en el texto. Sin embargo, su discurso, que cuenta con todas las licencias de la oralidad, no es monolítico ni busca amparo en la contundencia de los hechos, sino que, más bien, avanza como si sospechara que la percepción que traduce será siempre insuficiente para abarcar lo que de verdad importa. Abelardo Kieffer tiene la voz seca, austera; su tiempo es un presente que cada tanto deja lugar al pasado y a la voz del otro y, en La descomposición, “el otro” por excelencia tiene un nombre: Bicho Souza.
Abelardo Kieffer y Bicho Souza van hablando mientras la carne se asa, mientras comen, mientras caminan hacia el sitio que el que se despedirán. Hacen memoria, se determinan. Y las evocaciones que el coloquio no roza –porque hay historias a las que les conviene el silencio- se consignan en los monólogos del protagonista; es decir, terminan por hacerse explícitas pero apelan a la discreción, cuentan con el tono asordinado de las confesiones. En el texto se cuenta, también, cuando las cosas y los hombres callan; o sea, se busca precisar el instante de la reflexión o la manera severa aunque frágil que adquiere el mundo bajo el peso de la nada. Pero siempre se narra, porque la lógica interna de La descomposición –más allá de la impronta de disolución que barniza cada imagen- establece una relación entre el tramado de relatos que la constituyen y una ilusión de perennidad, que sabe guardar, al mismo tiempo, el germen de su fracaso. Hay un párrafo que funciona como síntesis de lo que digo:
“El tren de carga se parece a un instante, me dijo una vez Teodoro Kieffer en el escritorio de su oficina: contiene lo infinito del momento, pero al mismo tiempo, el que ve pasar el tren de carga es consciente de su finitud: ese que ve pasar el tren sabe que la percepción de lo finito es fugaz, porque pronto asomará la cola del último vagón (y está esperando que eso ocurra de una vez por todas: pero mientras tanto se suceden uno tras otro, como reflejos informes, los mismos coches cargados, de troncos, de cereales)”.
Hernán Ronsino articula magistralmente, por medio de un conjunto de personajes rabiosamente verosímiles, una estrategia que consiste en abrir el cosmos ficcional como una fruta madura. Esto implica un concepto previo: la realidad entendida como problema. No hay en el universo nada que suponga simpleza; sino, por el contrario, todo encierra pluralidad y cada elemento constituye el engranaje de una estructura mayor regida por lo arbitrario. Cada acto, entonces, encubre más de un sentido y la mente, igual a un sabueso, corre detrás del que le resulte más seductor. Esto es claro en la siguiente escena:
“Pero Bicho Souza silba, agudo, imitando el canto de un pájaro que viene del monte –cosa rara a esta hora de la noche-, y otra vez me distrae. ‘Una torcacita debe ser’, dice. Y sigue, ahuecando los labios, perfeccionando el sonido. Me levanto de la silla de plástico y camino, pisando la gramilla, hasta el galponcito de chapa. El silbido de Bicho queda de fondo, suspendido en el aire caluroso, como una sombra imperfecta. Entonces, eso, me hace pensar en las fronteras, en la imperfección, por ejemplo, de las fronteras”.
Ronsino diagrama en la novela un mapa de relatos en los que los hombres mueren por accidente o voluntad, en los que asesinar es un acto tan inevitable como fatal; en los que las liebres huyen heridas y los perros muerden antes de caer muertos. Un mapa de relatos en los que el joven Tarditti, pálido y de ojos profundos, escribe una nota sobre Kafka y no logra escapar a su propia oscuridad; en los que Pajarito Lernú, internado en el hospital psiquiátrico de Wagner se mueve “(…) moroso, diminuto bajo un sol de un verano que se diferencia de todos los veranos, en principio, por esa imagen lerda, fiel, coloreada con la intensidad de lo real; tratando de perdurar, por alguna razón, en la memoria, con la contundencia y el empecinamiento que, a veces, entraña lo verdadero”. Un mapa de relatos, en suma, cuya cifra única es la polisemia. Pues -en consonancia con Pajarito Lernú, quien teoriza detenido en su extravío- se advierte con claridad que la ficción no deja afuera ningún sentido, porque la ficción no clausura. Pajarito dice que: “(…) lo que hace es amplificar, porque esa es la posibilidad, el atributo revolucionario de la literatura, amplificar el sentido de los relatos, crear nuevos mundos”.
La escena del asado, que funciona como eje que vertebra el texto, coloca a los personajes uno frente al otro: Abelardo Kieffer queda frente a los ojos de Bicho Souza y Bicho Souza frente a los ojos de Abelardo. Un rastreo somero en la novela, muestra hasta qué punto los personajes mismos intuyen la mirada ajena. Cito: “Bicho Souza sale de la casa, a oscuras, después de atender el teléfono, y, seguro, me debe estar viendo, ahora, sentado en la silla de plástico, bajo la luz del farol, con las piernas apoyadas sobre el tronco muerto de la casuarina”.
Ahora bien, ¿cuál es el propósito del ejercicio constante de la atención? Una respuesta posible sería que con la mirada se construye al otro, se lo completa, se le otorga entidad. Tanto Bicho Souza como Abelardo Kieffer van ganando espesor a medida que avanza la trama, no sólo por la acumulación de relatos que van delimitando sus perfiles, sino también, porque son testigos mutuos de sus propias existencias, y con esta actitud se establecen en el texto las bases para fundar una otredad incluyente.
Ya en el epígrafe con el que se abre la novela se pueden rastrear indicios de esta instancia testimonial que pesa sobre los personajes. Se trata de un extracto de un cuento de Onetti, Bienvenido Bob. En este texto, hay un duelo constante de miradas entre el narrador –se trata de una 1° persona- y el personaje de Bob. Incluso, por momentos, actúan en el sentido dramático –fuman afectadamente, acompañan sus movimientos con música o con sonidos, muestran determinado perfil o llevan a cabo determinados gestos- para seducirse, para anclar la atención ajena. En este cuento, como en tantos otros de Onetti, se narra una caída, la de Bob, pero como ese juego de miradas determina cierta especularidad entre los personajes, el narrador se ve involucrado y acompaña a Bob en su destino.
En La descomposición, la mirada –que no necesita de desplazamientos espaciales (como en las crónicas de viaje) para encontrar al otro- es decisiva en más de un sentido. Por una parte, otorga volumen ontológico a los personajes y, por otra, resulta indispensable para rescatar los ingredientes que se archivarán en la memoria y pasarán a constituir un codiciado acervo de lo genuino. Cito: “Entonces Pajarito Lernú salió del agua, dejó la postura morosa, insignificante, con la que pasó todo el día –medio cuerpo hundido en el río-, y con la que entraría en mi memoria, a pesar de su insignificancia, para perdurar, fiel, con la contundencia de lo verdadero”.
El hombre de Ronsino en La descomposición se mueve con un tiempo enemigo de la productividad, anda lento porque se sabe responsable del camino, por lo cual no se puede perder nada ni pasar por alto un solo detalle; anda atento a los pequeños escenarios, en los que se representan las tragedias efímeras, las que la mayoría ignora. Es así, pues, que no pasan inadvertidas las hormigas que se ocupan de la cucaracha que está “(…) entre las alpargatas de Bicho Souza, muerta, volcada, con las patas hacia el cielo”. Y por esto mismo es que Bicho Souza “Se detiene en la figura de la chimenea quebrada y la contempla: da la sensación de que la bordea con los ojos, que dibuja a la distancia, con los ojos, los bordes de la chimenea quebrada”.
En suma, el hombre de Ronsino es un ser que contempla; anda a pie, recorriendo pequeñas distancias, dispuesto y minucioso, amigo de un mirar sereno y profundo. En este sentido, se lo puede emparentar con los caminantes de Robert Walter. Pienso, en particular en un relato: El bosque. En este texto, hay una escena en la que el narrador conmovido por la contemplación de los grandes árboles se deja “(…) mirar por lo profundamente hermoso, (más) que contemplarlo él mismo”. Y concluye: “Mirar es entonces un rol invertido, intercambiado”.
Es evidente, después de lo dicho, que el tiempo en el que se mueven Abelardo Kieffer y Bicho Souza es moroso y detenido, un tiempo fuera del tiempo, determinado por el ritmo de la charla, del encuentro entre dos hombres junto al fuego. En Austerlitz, de Sebald, el narrador a propósito de un encuentro con otro personaje en una estación de trenes en la que hay un inmenso reloj dice: “Durante las pausas que se producían en nuestra conversación, los dos nos dábamos cuenta de lo interminable que era el tiempo hasta que pasara otro minuto, y qué terrible nos parecía cada vez, aunque lo esperábamos, el movimiento de aquella aguja, semejante a la espada del verdugo, cuando cortaba del futuro la sexagésima parte de una hora con un temblor tan amenazador, al detenerse, que a uno se le paraba casi el corazón…”
Concluyendo, en La descomposición, Hernán Ronsino enhebra con destreza y precisión las voces –ásperas, despojadas- de los personajes con sus silencios. En la narración hay un equilibrio, en perpetuo vértigo, entre la voluptuosidad de la violencia y cierta mesura bucólica, por momentos. Ronsino narra desde la amplitud de lo real y no recurre a simplificaciones o a eufemismos, va directo al hueso, aborda de lleno la acidez del limón; por eso, en el texto, tiene lugar lo cruento y se refiere lo prohibido.
La descomposición de Ronsino es una novela intensa pero no profusa. Quizás ésta sea una de las claves de su efectividad. Y el texto es dueño de un saber que lo blinda y que se puede inferir de la voz de uno de sus personajes, Pajarito Lernú: la universalidad de la verdad anida en los recortes, en los restos de una pared derrumbada.
Jorge Consiglio, noviembre de 2007.