Sobre Igor, de Federico Levín
Editorial Gárgola
Colección Laura Palmer no ha muerto.
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Preliminar
En la habitación de un hotel (cualquiera), Igor, el protagonista de la novela de Levín, yace acostado, despertándose, momento que se hace extenso, casi tanto como la novela misma. Mientras lo hace toma conciencia de que debe volverse un ser completo y continuo, con una historia personal, para poder convertirse en personaje de la novela que narre su vida, de su novela. Este simple hecho de la narración, que acostumbra venir ya resuelto de antemano y permite al lector ingresar cómodamente en el universo del como sí literario, se traslada en Igor a la narración misma, que pone en escena la constitución de los elementos en trama narrativa, más bien como el borrador de uno, o varios, relatos posibles. Pero, –y acá la cosa se pone más interesante– también el tanteo de una, o varias, historias posibles: Igor tiene que “soñar” su vida, y no estrictamente recordarla como sería esperable, para que se pueda narrar cómo es que llegará a casarse con su amada Natschenka; y debe soñar porque es un personaje, uno algo borroneado que no alcanza el estatuto de Personaje con mayúscula, de esos realistas, con psicología y con pasado, de esos que parecen vivir –decía Macedonio Fernández- y no de los que codician la vida, como Igor, que permanece en duermevela mientras espera (y la espera es algo importante en la obra de Levín, algo que moviliza relatos, como en el cuento “Cordero”) que su narrador-demiurgo (de nuevo interesante: un narrador que es por momentos él mismo), le vaya otorgando pedazos de vida para que pueda rearmarse y empezar a actuar su historia de amor. Pero a no confundirse: Igor no es una figura de cartón recortada sobre el fondo de una habitación de hotel, sino que es conciente de su papel de “personaje en vías de creación”. “Todos los personajes están contraídos al soñar ser que es su propiedad, inasequible a los vivientes, único material genuino de Arte. Ser personaje es soñar ser real. Y lo mágico de ellos, lo que nos posee y encanta de ellos, lo que tienen solo ellos y forma su ser, no es el sueño del autor, lo que éste les hace ejecutar y sentir, sino el sueño de ser, en que ávidamente se ponen”, decía Macedonio en Museo de la Novela de la Eterna, la novela que tanto nos recuerda Igor. Porque la de Levín es, como quería Macedonio, una novela escrita por sus personajes.
Primero
Me topé con Igor en la pequeña feria de libros de los Villancicos Vrutales, festival de rock, poesía y narrativa que se hace en Neuquén desde hace dos años. No tenía ningún dato sobre el libro, por lo que en ese momento tuve que reconocer el poder magnético del paratexto: se la compré al autor porque la contratapa promete. Pero en seguida que empecé a leerla, en los primeros días del calurosísimo enero, entendí que no iba a ser la lectura más apropiada para llevar a la playa. Es decir, Igor no es una novela que se lee “rapidito” y mucho menos si el contexto distrae (que fue lo que me pasó en la playa nada solitaria a la que terminé yendo a veranear)
¿En qué consiste esa “dificultad” de Igor que no lo hace especialmente apto para la lectura playera? En las primeras dos páginas del libro ya podemos advertir que estamos ante un proyecto literario en el cual la narración es tal pero es también una reflexión sobre la tarea de narrar, con ciertos episodios más atribuibles al nonsense que al realismo, al delirio onírico que a la lógica causal de lo “real”. Y, por suerte para nosotros los lectores, con un humor macedoniano que aliviana la tarea de leer tamaña propuesta velada detrás de un nombre que lo más que nos sugiere es su origen europeo (del este). Y claro, el que esperaba un resumen del argumento, bueno, está en problemas (estamos en problemas)
Segundo
La novela nos propone que seamos voyeurs juguetones que asisten a la cocina de la narración mientras se va haciendo. Igor es el relato de las varias historias posibles de Igor, Natschenka (ya esposa o futura esposa, depende del momento, siempre difícil decidir cuál es ese momento porque el presente de la enunciación queda también indefinido por el no-ser-todavía, si existiera tal pseudo filosofismo, de Igor, el único personaje capaz de establecer un presente desde donde empezar a narrar), Milena (la a veces amante que interrumpe el matrimonio “próximo pasado”, la otras veces no llegada a conocer por Igor) y otros personajes secundarios. Esas historias posibles, desde ya, no concuerdan necesariamente con nuestras expectativas de lectores, acostumbrados como estamos a esperar que la lógica de los acontecimientos narrativos tenga al menos cierta semejanza con la manera en que los acontecimientos se ligan y ordenan en el mundo de nuestra experiencia cotidiana. Recordemos, simplificando un tanto sus preceptos, que la narratología, y para quien no tenga el agrado: el estudio de los textos narrativos tal como se nos ha enseñado en el colegio secundario, nos había advertido acerca de la necesidad de distinguir entre el relato y la historia. Sabemos que una misma historia (una serie de acontecimientos conectados de manera cronológica y causal) puede ser contada de muchas maneras, es decir, que puede haber muchos relatos que acometan la tarea de narrar esos hechos (un ejemplo sencillo y clásico, el de los cuentos populares europeos: Pulgarcito, Garbancito y sus secuelas). La novela de Federico Levín, sin embargo, lo que construye es un abanico (con decoración algo delirante) de gérmenes de historias posibles. No parece desatinado decir de esta novela, como de la obra de Macedonio dijeron alguna vez los críticos, que es también, además del texto literario que es, un desnudamiento del proceso creativo, una reflexión obsesiva sobre el objeto narrativo, un trabajo sobre la dimensión onírica de la realidad cuyo carácter no es realista sino autorreferencial. Y esto es cierto y claro en lectura, tanto que hasta ese “desnudamiento” se vuelve algo obsceno.
Una reflexión teórica sobre la narración materializada en una novela. Y podemos agregar: como proyecto literario, nada novedoso, pero en más de un aspecto interesante; ¿una nueva narratología? ¿una ficcionalización contemporánea de los postulados estéticos de Macedonio? ¿una reformulación de ellos? Veamos: como posible teorización de la narración, la novela debería contener alguna propuesta (considerada como reflexión explícita del narrador o materializada en la narración misma) acerca de los siguientes aspectos: el tiempo y el espacio, el narrador, los personajes y la trama.
Empecemos por el tiempo: no parece transcurrir, al menos en la narración principal (hay microrrelatos dentro de la línea argumental principal que sí se amoldan más a los estándares narrativos, incluido el tiempo lineal y no circular) y si lo hace, es caóticamente circular, incoherente: el “flash del tiempo” es uno lleno, como corresponde, de flashbacks y flashforwards, pero no hay afirmación del presente, que se vuelve algo movedizo y caprichoso (¿o es el narrador el caprichoso?) y los lectores no podemos recurrir a nuestra ilusión de que los personajes tienen una historia, un pasado y futuro.
“Igor permanece quieto”, se mueve apenas, se incorpora a medias de la cama en la que sueña: espera una historia de vida que le dé motivaciones para moverse de ahí, salir a actuar su protagonismo que es más nominal que efectivo, más autoral que de agente de la acción.
Los personajes son otro punto interesante en este sentido porque la novela nos muestra cómo cada personaje, si nos ubicamos fuera de la ilusión de realidad propiamente narrativa, es tal en cuanto su creador decide insuflarles una vida y trazarles un destino. Pero este demiurgo caprichoso y juguetón, un poco a la manera de los dioses paganos, juega con sus criaturas y consigo mismo (¿Igor?, ¿un narrador externo en complicidad con el lector?, ¿todas las anteriores?). Porque si en otras teorías de la lectura el papel del creador de la historia también se le atribuía al lector, aquí, si bien esta función no desaparece, es el narrador el que nos presenta el juego de la creación desde sus propias bambalinas, aunque no se nos permita jugar a la lectura-rayuela, tan macedoniana ella. Y este panorama se sazona aún con algo más: estas criaturas se convierten en actores que representan el papel de personajes que no tienen voluntad, pero que en verdad sí la tienen: de hecho, más de una vez se “adelantan” y cometen errores porque se lanzan a vivir una vida que supuestamente no tienen aún. El demiurgo se convierte entonces en un director teatral al que, cada tanto, sus actores se le rebelan un poco porque, cada tanto, los personajes se “exceden en sus funciones. Igor es un álbum de vidas, o de vías, posibles para llegar a un destino que es el casamiento de Igor con Natscheka y los personajes permanecen en estado de latencia, explica el narrador, un poco como los todavía no existentes de Macedonio.
La trama, a su vez, se va expandiendo según una lógica absurda y humorística, con una proliferación de personajes secundarios que van copando la parada y con un total desentendimiento del “sentido común” propio de la narrativa y su “coherencia”. El humor y el disparate se sustentan en la constante traición de las expectativas de ese sentido común del lector: los niños hablan entre ellos como adultos mientras que Natschenka relata la historia de su abuelo con los peores defectos de la coloquialidad más teenager.
Entonces un relato mítico, o una fábula: una narración que se desentiende de los rigores de de la linealidad del tiempo, de la coherencia. ¿Pero fábula de qué? ¿Mito de qué? En el mismo sentido pero a la inversa: una novela que retoma una tradición literaria preocupada por deshacer mitos del arte, cuestionar miradas idealistas y normalizadoras (la búsqueda del origen, “Pero tenía que empezar por el principio. ¿Y cuál era el principio?”, obsesión de la cronología lineal, vs. el amor por el caos del tiempo circular); con un personaje que se escribe pero que quisiera no ser escritor (quizás por eso el tanteo: “Igor se debate, inmóvil, entre la posibilidad de ser entonces, estar siendo, un escritor (intenta no serlo)”). Una novela que no termina de comenzar y que empieza a terminar cuando debería haber empezado: en el amor entre Igor y Natschenka.
¿Una teoría de la narración novelizada? Una novela cuya propuesta es la transgresión de todas las leyes de la narrativa tradicional (de tradiciones no subsidiarias de las vanguardias, desde ya) que pide al lector que acompañe a Igor (y a Levín) en su reflexión acerca de la tarea de narrar. Sin embargo, esto no hace de Igor una nueva teoría de la narrativa, ni una propuesta novedosa, sino que más bien la liga con la tradición literaria que lleva en nuestro país la marca ya mencionada de Macedonio Fernández, por ejemplo. Pero sí es cierto que esta novela pone a pensar, una vez más porque parece que sigue haciendo falta, en la provisionalidad de toda producción estética estandarizada. Una tarea ya acometida por la vanguardias y, lo que parece aún más interesante, retomada por Levín en un momento en que los postulados de aquellas, no sólo estéticos sino también políticos, aparecen desvalorizados por las nuevas estéticas de la época. Interesante entonces el intento de Levín de volver al encuentro, buscado o no, de esa tradición, y cualquier lectura que se haga de esta novela debe leer en ella también esto, aunque sea “previsible” o evidente, porque parece claro que en ese sentido va su búsqueda. Y el lector que no esté listo para ser puesto en este aprieto, puede ir pensando en buscarse otra cosa para leer en lo que queda de verano.
Coda
Además de leer en la novela de Levín una reflexión sobre la narrativa y sus elementos (y sobre su disolución) es necesario leer en ella un intento de emular la forma caótica en que trabajan la memoria y el recuerdo, sumada al balbuceo propio del discurso amoroso; una historia de las vidas posibles que no hemos vivido, de la contingencia y el azar sumados a nuestra a veces débil voluntad, esas sumas que nos hacen seres con esta historia y no otra, eso en lo que los personajes de las novelas son tan iguales a nosotros. Las fotos que los esposos miran, los recuerdos que irrumpen en el caos previo al relato de Igor, ese en el que se pierden y esfuman el pasado y el futuro, irreconstruible el primero, incognoscible el segundo; los microrrelatos de los personajes secundarios, de sus propias historias en germen que no llegaron a ser y entonces tampoco son en la narración más que fragmentos desordenados; la falta de una conciencia rectora que ordene esos materiales, es cierto, como suele haber en gran parte de la narrativa: en fin, un narrar que sigue el derrotero de un intento de responderle al epígrafe de Gombrowicz que dice “¿Por qué razón si hemos venido del caos no podemos nunca entrar en contacto con él?”
Cecilia Eraso