20/2/08

Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino


de Gonzalo Aguilar.

Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2005, 249 págs.








Otros mundos, del investigador y docente Gonzalo Aguilar, está escrito bajo el presupuesto que anuncia el subtítulo. Nos prepara para la primera de las tres partes que componen el libro, “Sobre la existencia del nuevo cine argentino”, en la cual Aguilar fundamenta la pertinencia de su objeto, a la vez que discute cierta reticencia o malestar que aún pesa sobre esta denominación en parte de la crítica y de los realizadores (sobre todo, conjeturamos, en aquellos que no pertenecen a las nuevas generaciones). Según palabras del autor, reconocer la existencia de un nuevo cine argentino “no supone aceptar que este fenómeno se haya provocado deliberadamente o como parte de un programa estético común”, ni tampoco supone tomar en cuenta únicamente los aspectos estéticos, que en el “cine no necesariamente son más importantes que las cuestiones de producción o de orden cultural”. Este punto de arranque es interesante porque amplía el horizonte del trabajo a un conjunto de nociones que, más que excedentes del hecho estético, son irreductibles a él, lo que, en otras palabras, implica atender al vínculo que el arte –y sobre todo el arte cinematográfico, el más industrial, se suele decir, de todos‑ mantiene con las condiciones históricas, políticas y económicas que justamente los detractores suelen eludir. Una postura crítica que, no obstante, tampoco está del todo libre de tentaciones “tematicistas” o “contenidistas” que según el autor habría que reprimir en pos del fino equilibrio que implica no reducir ninguno de los términos del vínculo aludido al otro. “Habría que tratar, entonces, de no reducir la forma a los procedimientos ni lo contextual a los componentes: más bien, construir la articulación crítica que potencie la dimensión cultural, social y cinematográfica del film en su conjunto”. Tales pretensiones se verifican en el especial interés que presta Aguilar a la puesta en escena.
Entendida ésta como “la combinación entre lo que sucede con el plano y lo que sucede en el plano” o, en otros términos, “entre los encadenamientos del plano y sus componentes”, la puesta en escena convoca a reflexionar sobre la heterogeneidad de base que define a la imagen cinematográfica cuando se la piensa desde una mirada sociológica o cultural. No se trata, entonces, de restringir el análisis a una supuesta autonomía cinéfila que se contentaría con encadenar planos, films o autores, y que se bastaría a sí misma o, a lo sumo, se reduciría al diálogo entre expertos, sino de ver cuáles son los componentes que conectan los films con otras prácticas que no son específicamente cinematográficas y que, en definitiva, permiten hablar con mayor adecuación del estatuto de la imagen (y de la narración por imágenes) en la sociedad.

La segunda parte, titulada “Cine, la narración de un mundo”, de mayor volumen que las otras dos, se ocupa de lleno del análisis fílmico con el fin de revisar ciertas obras y poéticas a partir de agrupamientos por tópicos. La oposición nomadismo/sedentarismo, el registro documental, la relación entre mercancía y experiencia, el uso del sonido y de los géneros, el azar, son algunos de los puntos de partida elegidos para poner en práctica la cuestión de método antes apuntada. La propuesta, nuevamente, es de transversalidad: al no basarse en criterios exclusivamente cinematográficos, los tópicos y clasificaciones sirven más para establecer relaciones que para agotar la forma del film en sí mismo. De ahí que, por ejemplo, se establezcan lazos entre películas tan disímiles como Rapado, Mundo grúa o Pizza, birra, faso, que en su peculiar agrupamiento resumen tendencias –en este caso, la “narración nomádica”‑ de alguna manera ya formalizadas en la cultura, particularmente en la cultura de la crisis y los “desplazamientos” de la Argentina de los noventa. No es un criterio que desde el vamos tenga por objetivo establecer listas, marcar jerarquías o determinar axiológicamente films y autores que, por otra parte, desmoronarían las intenciones culturalistas del libro. La elección del corpus es, en este sentido, una aproximación certera a los objetivos planteados, y la demostración de que no todos los esfuerzos deben dirigirse a sentenciar valorativamente las obras (al modo del crítico de arte), y menos a abarcar exhaustivamente una serie o período (al modo del historiador de arte). Dicho esto, sin embargo, no sería injusto matizar algunas de estas intenciones en la medida en que no se necesita de mayor explicitud para desprender de las páginas de Otros mundos una idea de canon, en cierta forma previsible e inevitable (aunque, por supuesto, no definitiva), que en este caso recae en la consagrada tríada Rejtman/ Martel/ Alonso. Sin dejar de admitir la sagacidad de las lecturas del autor en cada una de las categorías y relaciones que propone, la sola presencia mayoritaria de estos nombres en el cuerpo del texto hace difícil pasar por alto la diferencia cualitativa reconocida en estos tres directores respecto del resto. Es también para ellos que Aguilar reserva su mejor arsenal teórico y bibliográfico y produce los análisis más agudos. Al menos así queda demostrado en el apartado dedicado a Los muertos y a Silvia Prieto, cuyo título “Mercancía y experiencia” encierra la que a nuestro juicio es una hipótesis muy productiva para pensar las narraciones del período: la mercancía como una de las amenazas más poderosas de la experiencia. Desde este punto de vista, los dos films mencionados representan las caras opuestas de una moneda: “…en el primero, la amenaza de la mercancía asume la forma de una exterioridad, en el último es el medio en el que se vive y aquello que hay que recorrer y atravesar para llegar a la experiencia”.

La tercera y última parte, “Un mundo sin narración (la indagación política)”, adquiere dimensión polémica desde el momento en que discute con uno de los principales referentes de la intelectualidad argentina ‑Horacio González‑ acerca del estatuto de lo político en el nuevo cine argentino. La cita en cuestión es un artículo de González sobre El bonaerense, de Pablo Trapero, de donde Aguilar extrae los principales argumentos para confrontar. El objetivo, en realidad, es debatir con una concepción de lo político que se intuye ya perimida (cuyo ideal sería el cine de Pino Solanas) y que habría que redefinir: aquella que “vincula a la política con el espacio público y la movilización popular y al cine como un medio que debe intervenir activa y directamente en ese espacio”. Es evidente que esta concepción está reñida con la mayor parte de la producción cinematográfica del período, donde, justamente, lo inédito tiene que ver con los desplazamientos y supresiones respecto de la tradicional función política del cine. Pero, según el autor, el nuevo paradigma político del cine argentino no se agota en el mero rechazo de la clásica “bajada de línea” ‑básicamente, aquí se refiere al tipo de exigencias identitarias y democratizantes que en los años ochenta terminaban por convertir cualquier historia en una alegoría nacional‑, que muchos señalaron “erróneamente” como un signo de despolitización. Por el contrario, antes de lanzar una condena de este tipo cabe al menos un interrogante: “¿No vale preguntarse si la política en el cine no exige una redefinición de nuestros presupuestos? Se trata, en definitiva, de una discusión de estética: no qué hace el cine con la política que aguarda en su exterioridad, sino cómo ésta se nos entrega en la forma de estas películas”. Las películas que en este tramo merecen mayor énfasis en el tratamiento son, en orden de importancia, Los rubios de Albertina Carri, Bolivia de Adrián Caetano¸ Mundo grúa de Pablo Trapero, Ciudad de María de Enrique Bellande y Mala época de Nicolás Saad, Mariano De Rosa, Salvador Roselli y Rodrigo Moreno.

El libro cierra con tres anexos dedicados a diferentes aspectos del quehacer cinematográfico: el primero, el más coyuntural de todos, recorre el presente de “El mundo del cine en Argentina” en virtud de las transformaciones producidas en las áreas de financiamiento, exhibición, administración de imágenes, educación, tecnología, así como también en los modos de intervención de la crítica, entendida ésta ya no como un fenómeno externo sino inherente al crecimiento del nuevo cine argentino; el segundo se ocupa escuetamente de revisar de qué manera “La política de los actores” ha llevado adelante una política del rostro, del cuerpo y del nombre para investigar nuevos nexos con lo real; por último, se añade una lista de los “Estrenos nacionales en el período 1997-2005”, junto con las respectivas fechas, nombres de directores y distinción de las operas primas.

Otros mundos es un libro agradecido. Basta leer el sinnúmero de colaboraciones que, con nombre y apellido, engrosan tanto la lista formal de agradecimientos como la bibliografía específica de consulta, las citas, las notas al pie y las menciones que en el apartado sobre la crítica procuran, con aire amigable, no olvidarse de nadie. Nos animamos a decir, entonces, que Otros mundos es un libro, en algún sentido, escrito de antemano. Tal afirmación no es un desmerecimiento ni mucho menos: reconoce la pertinencia editorial de su publicación, la virtud de haber llenado un vacío que sólo la materialidad del libro puede llenar, hecho no menor si tomamos en cuenta la sensación de dispersión que muchas veces producen los modos actuales de acceso a la información y, más aún, si consideramos las dificultades que se presentan a la ahora de poner en circuito un empresa de esta envergadura en nuestro despeñado mercado de bienes culturales.

Emiliano Jelicié

marzo del 2006