24/4/10

Linaje




Linaje
Gabriela Bejerman
Manasalva
2009




Quisiéramos ser el objeto de deseo, quisiéramos tener también su don.

Pero fracasamos, porque el amor que nos dan no es el mismo que entre

ellos se prodigan. Aunque nos amen, no es amor lo que nos falta,

sino pertenecer al linaje que nos enamora.


Linaje es una novela que se le puede prometer al lector como erótica, con fuertes tintes rosados, algunas chispas epistolares y una prosa fundamentalmente poética. También como una novela de iniciación: amor, poesía, droga y sexo en el verano de una adolescencia moderna, lánguida, un poco elegante, excéntrica, capaz del mayor reviente y la perversidad más inventiva y, al mismo tiempo, privada, exclusiva, íntima. El erotismo de la novela llega a ser salvaje, detallista y hasta satánico; otras veces se detiene en la calma de la sensualidad donde florece lo lírico con imágenes potentes, metáforas delicadas, notables: “Entonces ella le pintó el cuerpo con la boca, como prendiendo velas en una casa vacía, y esa noche del cuerpo se le iluminó”. Así se narra la historia de Irene y Pier Rubinov, personajes que estereotipan con éxito la “singularidad” que siempre detenta lo bizarro y lo provocador, ese brillo diferente que destaca con asidua exclusividad a aquellos que habitan y construyen el espacio donde se mezclan, difusamente, lo cool y lo under.


Pier –el hermano mayor– e Irene –la menor– son hijos de Abel y Beatriz, y los cuatro juntos conforman una suerte de bloque impecable donde la dinámica permanente de una intensa vida familiar con sus veranos, asados, rondas de vino y largas sobremesas guarda el misterio de una endogamia sin fallas, ofreciéndose al lector como un núcleo poderoso y envidiable, extraños poseedores ellos de una completud demasiado atractiva. Además, están los novios: Púrpura, la chica de la lengua de fuego, y Víctor, un joven de una doblez vertiginosa, con los que, de nuevo, los hermanos forman un cuarteto poderoso. El ambiente en que se mueven los personajes será tan cool como ellos: tanto en el verano como en la ciudad están las fiestas, las drogas, los recorridos en auto a la madrugada, los festejantes de turno de Irene, la convivencia en la casa con patio de la abuela paterna, las tardes en el jardín, las noches de cabaret, los rituales perversos, el correr de los años como si cada verano perpetuara el pacto misterioso de ese inseparable grupo de amigos.


El lector querrá saber, espiándolos a través de casi cien páginas, qué es lo que tienen, qué es eso que los mantiene tan unidos, tan captados, tan pertenecientes a lo que comparten, tan envueltos y revueltos entre sí. Esta experiencia de lectura no es azarosa sino pensada y finamente construida desde la primera página del libro. Ahí el gran acierto de Linaje: si inventar un lugar para el lector es una forma de inventarse como objeto, la última novela de Gabriela Bejerman descubre que seducir al lector estimulando la fibra íntima de sus celos es convertirse, victoriosamente, en su inagotable objeto de deseo. Es así que, desde el comienzo, se diseña un sutil y eficaz lugar para el lector, un puesto con butaca y largavistas desde el que leer esta novela significa ocupar un espacio de intensidad que parece chuparnos la sangre porque nos obliga a involucrarnos y a desear lo que se narra con la oscura fuerza de un goce ancestral. ¿Cómo es que la narradora logra esto? Basta con leer el prólogo. En él, una voz anónima nos cuenta que pasó un verano en el Puma (lugar que imaginamos, sobreponiéndonos al chiste fácil, como el Tigre, por la presencia del río, lanchas, etc.) espiando a la familia de la casa de al lado. Cada tarde ve que la hija de sus vecinos se acerca a la orilla con un paquete de papeles que, un día, misteriosamente, deja ir con el río. La joven espiada apenas lo ve alejarse y vuelve a la casa. Pero la narradora, sin pensarlo, como si se tratara de una misión o un destino, se tira al agua y recupera esas hojas que así llegan hasta nosotros: “Certeros fueron los métodos que probé para leer lo que se había empapado, y ahora, antes de arrepentirme, traiciono para ustedes un naufragio familiar”. La intriga se instala y enseguida agrega esa primera persona del prólogo, signando el relato futuro con una pista fundamental: tal vez sea “el secreto de sus adicciones” lo que hace que una familia se vuelva tan “distante y deseada”. En este marco se engarza la historia de los Rubinov y empieza a funcionar la clave de un exitoso pacto de lectura: una figura, la del espía, el fan, el outsider, el resentido y, más cabalmente, el celoso. Una figura que opera logradamente hacia fuera, sobre el lector, y hacia adentro, en los personajes, en los que encontraremos diferentes ángulos, ecos y reflejos de este rol que estimula la lectura de los veinticuatro capítulos que siguen.


Desde el principio, entonces, la experiencia texto/lectura queda polarizada, diseñando dos lugares fijos: ellos y nosotros, los deseados y los deseantes, los celados y los celosos. Nosotros, los lectores, quedamos identificados hasta el final con la voz del prólogo, la que hizo posible que estemos ahí. Ella nos anunció que nunca podremos pertenecer a ese linaje que ahora desfila seductor delante nuestro y, condenándonos a los celos, nos bendice también con la potencia de un deseo inagotable. Así llegamos al primer capítulo, en donde Pier, escondido en la penumbra de su cuarto, espía a su hermana tener sexo por primera vez. La escena se narra con detalle, cada prenda de ropa cae o se corre enfrente de los ojos de Pier y del lector, desnudando a su hermana en los brazos de un desconocido que logra hacerla gemir. Pier, dos años mayor que Irene, todavía virgen, prolonga deliciosamente el lugar del celoso que había encendido el prólogo, una mezcla de culpa por haber espiado lo que no era suyo y de odio al ver a Dante (el pretendiente de Irene) penetrar lo que a él le está vedado. Así se inaugura la novela, con una fuerte, oscura y negada forma del deseo: Pier, una vez que su hermana hubo entrado en la casa, se acerca a la mesa donde la vio acabar, la roza con la punta de sus dedos, con la respiración agitándole la nariz y el pecho. De esta forma se instaura el verdadero pathos de la novela, anclándose en el vértice justo donde se articula la ingeniería del celo: pocas cosas hay más delicadas que el deseo del celoso, el punto exacto de su ceguera y, al mismo tiempo, su motor y su inspiración. Frente a Linaje, el lector cae estrepitosamente en la mecánica de la voracidad porque lo que se ofrece no se consigue, lo que se huele no se penetra, lo que se aprecia siempre es de otros, lo que se desea no se alcanza jamás. Se sufre mientras se goza: en ese rechazo imaginario –no pertenecer– palpita un deseo insaciable –querer pertenecer. “Mil canciones lo dicen, lo que me alcanza no es lo que me dan”, canta un tema de Gaby Bex.


La escritora entiende que al celoso le gusta desear y, entonces, le promete un deseo sin fin. Lo que no es poco: le garantiza, desde un goce prohibido, la continuidad de la sensación devoradora. El que lee, si es vulnerable a estos efectos, transita esta locura: puede un lector de Linaje llegar a pararse de golpe mientras lo va leyendo por la calle y hacer peligrar su puntualidad, apoyado contra la fachada de un edificio cualquiera, sólo para adelantar la trama. La promesa cumplida de un anhelo prolongado y la languidez deliciosa de lo inalcanzable dan siempre ganas de mirar más, leer más, seguir un poco más. “Cada vez que la veía era como ver su boca por primera vez. ¿Por qué? Sólo la raza del deseo podría explicar el religioso móvil de ese secreto”, leemos en un momento. “Sí, algo se escapaba, algo que Irene no podría apresar aunque contara con que él (Pier) la sostendría siempre, entera, entre sus fuertes dedos… ¿Hasta dónde se abismaba el oscuro imán similar que la unía a Víctor?” Ese secreto, ese imán, es la fuerza de Linaje, el enganche operativo que capta al lector celoso y lo lleva a perder el juicio, a olvidar algunos saltos de estilo (“Más allá de sobrellevar las dificultades del área productiva y tangencialmente la de personal, ahora debía atender algunas horas el local”), algún que otro momento infeliz de la prosa e incluso un desenlace poco excepcional porque cuando golpea, cuando muestra el puño de la poesía y la estrategia del deseo, Linaje devora, curte y cautiva al lector. La sensualidad del verano, el sincretismo logrado entre los cuerpos y el espacio ("Pier percibía su desnudez, fluorescencia en el perfume áspero de los altos eucaliptus", "Entre el jadeo balanceado del viento en el ramaje, ella también empezó a gemir") y la descripción de ciertos hábitos de los personajes a partir de la singularidad con la que cada uno los ejecuta (cómo se visten, cómo cogen, cómo toman cocaína) son elementos centrales en el armado de un ambiente donde la adicción única y verdadera es ese deseo casi al borde del resentimiento donde el morbo y la seducción se encienden y arden peligrosamente, como todo aquello que no conoce límites.


Victoria Liendo