19/1/10

Ver sin relevar. La percepción en La lenta furia





La lenta furia
Fabio Morábito
Eterna Cadencia
2009




Roland Barthes retoma en algunos de sus últimos ensayos y clases una diferencia propuesta por Mallarmé entre “libro” y “álbum” que le sirve para pensar formas de la escritura. En esta clasificación, el libro está del lado de lo estructurado, de lo arquitectural, mientras que el álbum es una colección de las inspiraciones del azar; es discontinuo, rapsódico, en él la estructura está ausente. La lenta furia de Fabio Morábito —libro de cuentos publicado en México hace veinte años y que recién fue editado en Argentina en 2009, como una escena más en una tradición de interrupciones comunicativas entre la literatura latinoamericana— parece, en una primera lectura, adscribirse al segundo ítem de esta clasificación. Ir de un cuento al que está a continuación sostiene el desconcierto de un lector que busca una unidad, un hilo que ubique todos los relatos en algún estanco claro, esperable. De la apertura de un relato en que “Las madres” abandonan sus tareas de amas de casa para ser ménades en busca de presas sexuales, encaramadas en árboles, durante todo el mes de junio, a un chico que le juega una broma al hermano pesado de un amigo que lo acompaña “De caza” de lagartijas una tarde de siesta, a un hombre que es una celebridad local porque huye todo el tiempo (“El huidor”), no se repiten lugares, tiempos, personajes, verosímiles. Cada cuento parece salir del objeto que lo reúne, como si sólo estuviera “cosido” por un nombre en una tapa. Y sin embargo, otra lectura, más lenta, más minuciosa, más sensitiva, encuentra ejes que atraviesan los cuentos.


Dos son las líneas que parecen recorrer el libro, separadas en ciertos cuentos, superpuestas en otros: la mirada de un narrador niño que oscila entre la infancia y la pubertad (de los nueve cuentos que forman La lenta furia, cuatro tienen un narrador de estas características, aunque no se identifica como el mismo en todos ellos) y una delectación en una percepción exacerbada de los objetos más banales. Pero es necesario notar que hay resistencias a esta búsqueda de continuidades, un cuento escapa a estas reducidoras líneas que yo trazo: “La perra”, relato que se concentra en el juego sexual de una pareja que se excita ante la posibilidad de que su empleada doméstica les esté robando.


La segunda línea mencionada se abre ya en el epígrafe del libro, “Ninguna cosa es más importante que otra” de Silvina Ocampo —intertextualidad que no queda restringida a esta frase, sino que se extiende al título de sendos libros La furia-La lenta furia, la mirada extrañada de la niñez en ciertos relatos, cierto ambiente fantástico o de algo “anómalo”, como lo nombra con bastante precisión Morábito en una entrevista, que se genera en ellos—. Este epígrafe es retomado en el discurso de un personaje en el penúltimo cuento, un padre que después del trabajo pasea con su hijo y le hace notar “las cosas no visibles”, los trasfondos, las miserias, los detritos del paisaje urbano: cañerías herrumbrosas, alcantarillas, baldíos rodeados con vallas de alambre, el concreto de los edificios en construcción, la tierra y el polvo. Lo importante, según el narrador niño del cuento, es ver, verbo que es reformulado como “tomar acto”. La percepción es entonces la acción que pasa de cuento a cuento, que crea cierta mirada que se transmite entre personajes y narradores.


Un cuento sobresale por este ahondamiento en la percepción: “El turista”. Un tanto anacrónicamente (si bien se lo puede remontar a fines del siglo XIX, el turismo es un fenómeno del siglo XX), en el cuento, sin una especificación temporal determinada pero ubicado en un pasado en que había nobles que se alojaban en posadas en una imprecisa zona de Transilvania, un joven conde en camino a París (¿en un fallido Grand Tour?) queda detenido en una aldea llamada Werst. Allí el médico y el alcalde lo llevan a ver las atracciones del lugar: una piedra de basalto, una pequeña gruta, una mosca, la hierba, una escoba, el borde de un fregadero. Cada objeto está en el límite (o tal vez más allá) de lo nimio y lo insignificante por su trivialidad, definición opuesta al atractivo turístico que resalta por su particularidad localizada. Pero si el atractivo turístico termina por transformarse en una suerte de exotismo pintoresco que hace (¿paradójicamente?) a los lugares fácilmente consumibles, y además ventajosamente reproducibles en la versión miniaturizada del souvenir, los “atractivos” de Werst se revuelven contra el movimiento igualador del turismo del siglo XX y rescatan la irreproducible unicidad de lo singular. La mirada del viajero, improbable turista, se va abriendo junto a sus guías, pero también junto a la enfermedad que le impide irse, a una percepción del detalle más extremado: de no ver nada notable en un trozo de basalto negro a observar las estrías “más separadas” de una hierba, a seguir el intrincado laberinto de nervaduras de la contratapa de cuero de una Biblia, la percepción no sólo singulariza y vuelve único el objeto banal sino que también hace que el sujeto se pierda y quede encerrado en un viaje que ha perdido su fin.


Esta percepción de los objetos también está en el lenguaje: en cierta forma esta exacerbación de la mirada se reproduce en el trabajo de los traductores de “Los Vetriccioli” que no leen los manuscritos completos sino que transcurren su trabajo entre “breves párrafos y frases truncas”, diferenciadas por una extrema especialización, que pueden remitir tal vez a esa impresión de la primera lectura de los cuentos como fragmentos “cosidos” en un libro. Ahora bien, postulé que son dos las líneas que se tienden entre los cuentos: no sólo lo extremo perceptivo, sino también la mirada de un niño. Si bien estos dos ejes no siempre se cruzan, sí encuentran una explicación narrativa para su conjunción. En el cuento ya mencionado en relación con el epígrafe del libro, “Mi padre”, el narrador-niño a quien su padre saca a pasear para educarlo en esta percepción afinada de lo ínfimo declara que “en realidad, como cualquiera que educa a otro, todo lo veía con mis ojos, así que en cierto modo yo lo iluminaba a él, yo lo educaba”. Se afirma entonces que esta visión de los objetos es la de un chico, cuya mirada escapa a los automatismos de lo habitual, de la cotidianidad que se contenta con el reconocimiento de la figura. Este topos de la novedad de la mirada de los niños si bien abre búsquedas perceptivas presenta también los peligros del estereotipo. Fabio Morábito escapa, sin embargo, con su sutileza al lugar común y rescata para sí una prestigiosa tradición literaria, no sólo latinoamericana, en un libro-álbum que sostiene lecturas varias.


Paulina Bettendorff