19/1/10

En la oscuridad estaré mejor




Vete de mí
Alejandra Laurencich
Norma
2009




Vete de mí, esa súplica equívoca. La voz que da título a la primera novela de Alejandra Laurencich es como un conjuro colectivo. Parece llamar a una orgía secreta donde los cuerpos se buscan para repelerse o donde ansían, con ardor, detestarse. Hay un personaje central: los otros; todos los otros que no son Luis. Luis es quien los centra. “Belleza amenazante”, “escorpión”, “criatura abandonada”, “agujero negro” que todo se lo traga; “águila en vuelo hacia la presa” o “perro apaleado”, “Luis es Luis”. Aturdidos por ese ser bello y terrorífico, todos, de una u otra manera, han sido trastornados por él; Luis los petrifica, igual que una Medusa macho, los condena a mirarlo y seguir vivos.


En esta trama volcánica de lealtades oscuras y de traiciones los protagonistas actúan como un todo cuyas interioridades, a su vez, funcionan como mundos paralelos. Cada uno de esos mundos es auténtico; tiene nombre, forma y es central en su trayectoria. Con un completo dominio del tempo novelístico y un lenguaje nítido e irreverente, Laurencich sitúa personajes –reales, calibradamente imperfectos– bajo esa “luz indecorosa”. Deslumbra con un personaje magnífico, el implacable doctor Ray Copeland y logra hacer realidad ese muchacho hipnótico, quizá imposible, Luis Stapleton. Un raro equilibrio consigue que el lector habite esos mundos y asista a cada escena con la inquietante sensación de ser un intruso que ha sido puesto deliberadamente allí. Cuando la historia se presenta desde otra perspectiva, con una nueva mirada en abismo de aquel mundo que ya conocíamos desde adentro –mundo hasta ese momento absoluto– lo apremiante, lo que se ama o se teme se percibe de un modo imprevisto; filtrado por la distancia o el tiempo puede hacerse angustiosamente vívido. Volverse algo monstruoso.


Se siente con mayor –y alarmante– intensidad, a medida que la novela avanza proyectando una especie de vértigo sobre su desenlace, esa simultaneidad creciente de las historias parciales. La certeza es que todo confluye, metódica e inevitablemente, en el dolor.


“Luis no se parece a nadie, pendejo” recuerda haber dicho Pachu a Matías, hacia el fin del milenio, aunque siga callándoselo ahora, años después, muerta en vida, en una ciudad en la que siempre ha vuelto a salir el sol –un sol verdadero que hace la realidad intolerable– y donde seguirá lloviendo igual que entonces. La lluvia, en apariencia inofensiva pero como un diluvio imperceptible, un castigo callado que se descarga sobre quienes, al igual que esos primeros hombres fallidos del “génesis” del Popol Vuh (obra citada en varios epígrafes de los capítulos), incapaces de hablar con sus dioses, esperan la aniquilación.


En la obstinada vigilia de Pachu, en la impiedad o fragilidad de Mariana, en la ciega benignidad de Alejandro, en la cobardía o audacia de Matías, en la monumental soledad de Copeland y en el destino de Black, gravita un fantasma vivo. Luis –o aquello que más temen de Luis– se agiganta en lo vulnerable de cada uno y su peligrosidad actúa como un antídoto. En su órbita, están a la deriva; se destrozan como una serpiente de múltiples cabezas que buscan devorarse entre sí.


Desde su ambigüedad, Luis aparece ofreciéndose o vedándose, o quizá –lo que es aún más perturbador– ni lo uno ni lo otro. Hay, al mismo tiempo, un signo de inocencia y desamparo. Él es un peligro, un peligro secretamente puro. Es como si todos abusaran de él. “Campo de batalla” de esos familiares desconocidos que lo acechan o abandonan; enemigos, rivales, viejos cómplices pretendiendo librarse o apoderarse. Emilita Breard, el duque, Gustavo Durán, Micaela Uranga cumplen su egoísmo a través, a costa, o a pesar de él. Es preciso olerlo, nombrarlo, decir su nombre hasta la repugnancia con el fin de volverlo objeto, fetiche, emblema de la desesperación o coartada del desamor. Invocarlo para tenerlo o para neutralizarlo.


Con los atributos de un perverso “hombre-dios” de la cosmogonía quiché, Copeland, en ese íntimo delirio por modificar a Luis parece tener el propósito de rehacerlo, embalsamarlo. Un maravilloso insecto clavado sobre un paño de terciopelo, una planta salvaje en una caja de vidrio. Matarlo para tenerlo. Tal vez, cada uno de ellos, en su despiadada tristeza haya comprendido –o al menos sospechado– que el único modo de tener a Luis es perder a Luis. Que siga vivo para ellos significa ser capaces de habitar esa zona de impermanencia donde el espejismo al fondo del camino puede “conservarse”. Luis está en ellos. Cada uno, a su modo, está poseído por Luis, sin embargo ellos no pueden llegar a él. Aunque como niños furiosos que destripan un muñeco buscando su alma pudieran encontrarlo bajo jirones de tela y vellón desmadejado, quien parece ignorarlos y a la vez estar mirándolos con todo el cuerpo es, fatalmente, inaccesible.


Más allá de la pasión, Luis desencadena que cada uno destile el veneno de su propio mundo. Más que el destino, es el puente para encontrar a todos con su conciencia de estar irremediablemente perdidos. Expulsados del paraíso. En la oscuridad estaré mejor. La imponente humildad del verso del Winterreise de Schubert podría identificar a cada personaje de Vete de mí. “Luis es Luis” y los otros están en el infierno, débiles, dañinos, brutales, humanos. Acaso Pachu, desde su lucidez u obsesión sea quien haya comprendido y, por esto, la que logre salvarse de la fosa común donde los demás se revuelcan. Siendo una de ellos será la voz, quien asuma el caos y conciba la totalidad.


Quizá todo amor entrañe esa miseria: la anulación irreparable de su libertad esencial. Tenerlo es perderlo o, como dice Clarice Lispector: “Todo se transformó en no cuando ellos quisieron su propia alegría”.


Sin pedir permiso, con una prosa exacta –por momentos feroz– y conmovedora, Alejandra Laurencich trama una novela poderosa donde el punto de reunión es el desencuentro, pone a andar un universo y se aparta: desaparece, como si prefiriera también la oscuridad. Vete de mí está viva y atestigua el coraje de una autora en su apasionada revelación de la literatura.


Fernanda García Curten