4/8/09

Las primeras palabras o el peso de crearse una filiación




El imperativo del agua
C. M. Pasquetti
Simurg.





El imperativo del agua es la primera novela C. M. Pasquetti. Desde el paratexto editorial, como lectora, una se entera de que va a leer una novela escrita por una Licenciada en Letras de la UBA que trabajó durante varios años como periodista y editora de revistas con el seudónimo de Claudia Wright (dato que luego resuena en la construcción biográfica de uno de los personajes del libro), pero desde la elección del nombre —las iniciales que borran una determinación genérica— y desde el paratexto autoral —un epígrafe en inglés tomado de As I Lay Dying de William Faulkner—, se construye una adscripción no a una tradición literaria o periodística argentina, sino a la literatura norteamericana. Sin olvidar que toda filiación es problemática, esta se ve reforzada en la novela misma por la intertextualidad mostrada con Moby Dick —un personaje lleva el nombre de su narrador (Ismael), otro personaje lee la novela y decide escribir la suya propia “inspirada o basada” en ese libro, aunque “en apariencia no tiene nada que ver”— y también por determinados motivos que remiten a esa inabarcable novela,[i] el agua y la búsqueda. Pero el agua de la novela de C. M. Pasquetti no son mares ni océanos con sus poderosas criaturas, una naturaleza que excede al hombre, sino una lluvia constante y molesta que cae sobre una calurosa Buenos Aires otoñal y piletas cloradas de clubes en los que se entrenan nadadores adolescentes o aprenden a flotar señores de mediana edad. Y la búsqueda, que no está capitaneada por Ahab, tiene una intensidad y un resultado diferentes, mucho más tenues.


Más allá del dato específico de que uno se encuentra con una opera prima, la novela se vuelve reflexivamente sobre la relevancia del comienzo, esas primeras palabras que rompen el silencio o marcan la página en blanco, pero también palabras que seducen a un lector, palabras que se quedan con éste y definen, según uno de los personajes, una clasificación axiológica de la literatura. Así quedan agrupados en un lugar privilegiado Moby Dick (“Llamadme Ismael.”), Rayuela (“¿Encontraría a la Maga?”) y La metamorfosis (“Al despertar Gregorio Samsa una mañana tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto.”). La referencia a estos comienzos, sumados al epígrafe y a los procedimientos que se trabajan en la novela, proponen un tipo de lector particular, uno cuyos saberes literarios se emparejan con los del escritor y que tiende entonces a hacer sus propias clasificaciones (¿cómo evadir a la tentación de jugar a qué comienzos privilegiaría uno?) y también a ubicar ese libro que está leyendo. El imperativo del agua se propone junto con esos textos, por lo tanto es difícil evadir cierta pregunta: ¿logra cumplir con esa promesa literaria o fracasa? Ni en un lugar ni en el otro, el relato parece quedar flotando en un espacio intermedio, que permite una lectura continuada, lisa, sin aburrimiento, pero también sin esas asperezas, esas detenciones que marcan una lectura fascinada, una que vuelve a un texto para encontrar siempre textos nuevos, experiencias nuevas, ramificaciones, como las que generan los textos del listado mencionado.


Esta novela es un relato compuesto por cuatro voces, cuatro personajes que se cruzan en la ciudad de Buenos Aires (un periodista, una editora de una revista, un nadador y una joven de clase alta que trabaja de periodista). Estas voces se intercalan en las cinco partes en que se divide el relato constituyendo sendos monólogos que apelan a distintos recursos (fluir de la conciencia, monólogo interior, ausencia de narrador) sin seguir una rigurosa cronología lineal. Pero a pesar de esta diversidad y esta fragmentación, la impresión que deja la lectura del libro es de una clara prolijidad, forjada tal vez por la corrección formal, la variedad de los procedimientos literarios (a los ya mencionados habría que agregar una mise en abîme en la última parte: uno de los personajes, el periodista, decide dejar esa profesión para escribir una novela cuyo título es El imperativo del agua) y la propiedad lingüística de un registro estándar que se extiende de la primera a la última página. Pero es tal vez esa continuidad lingüística la que (me) lleva a un cierto desapego de/hacia los personajes: cada uno de ellos tiene su biografía, tiene sus particularidades, pero todos tienen el mismo “tono”, todos dicen sus pasiones, sus deseos, sus frustraciones, sus esperas, de la misma manera.


Para el análisis del discurso, en una propuesta que retoma la argumentación clásica, el tono se une al ethos, es decir, a la imagen que construye de sí mismo quien toma la palabra. El ethos no es algo que se dice explícitamente, sino que se muestra en el discurso: el estilo, las competencias lingüísticas y enciclopédicas se articulan y crean una imagen de la persona, puesto el ethos se relaciona también con una corporalidad (y un modo de ser, según la retórica latina). Si se transpone esta teoría al análisis de textos de ficción, es en este punto en el que las voces de los personajes de El imperativo del agua suenan lejanas y homogéneas: a pesar de trabajar con un supuesto fluir de la conciencia, las frases distancian la enunciación —son recurrentes en todos los personajes giros que apuntan a una reflexión y una mediación con respecto a lo que se dice y se percibe— y la diferencia lingüística dicha de los personajes se contradice con la mostrada.[ii] Pero si el tono se une a lo corporal, entonces hay otra dimensión del relato que tiene una atenuación con respecto a las potencialidades de los personajes: la pasional (si bien rescato cierta sensualidad generada por el personaje de Ismael Bracquo, el nadador, y la relación entre su cuerpo y el agua). Los cuatro personajes están en medio de crisis —laborales, sentimentales, corporales—, pero las palabras dichas no alteran la construcción de la frase, no hay una tensión que afecte al sujeto que lee.


Pero tal vez esa cualidad desvaída se conjuga con el Buenos Aires que presenta la novela: un espacio sofocado de calor en pleno otoño, con una lluvia fina y persistente que cubre como una capa la ciudad y molesta los desplazamientos por sus calles anegadas, aguas que se apartan de esa aventura a la que se siente empujado el Ishmael de Melville y se estancan en esta ciudad latinoamericana a comienzos del siglo XXI y hacen que un periodista (sus primeras palabras, y el comienzo de la novela, son “Hacer un reportaje es tarea fácil.”) dé vueltas en busca de un nadador.


Paulina Bettendorff



[i] Este comentario no alude a su extensión, sino a la multiplicidad de lecturas que abre y la gran cantidad de textos que vuelven a tomarlo para contar una y otra vez la fascinación que generan ese viaje y esa persecución, no sólo en la literatura sino también en el cine.

[ii] Uno de los personajes, la joven mujer de clase alta, ex secretaria, devenida en periodista, enamorada del personaje del periodista, su ex jefe en la redacción de un diario, piensa: “Me imagino a mi mamá si se enterara, este señor no usa el vocabulario que te hemos enseñado, dice palabras ruines, las palabras baratas de la gente común…”. Ese mismo periodista, en uno de sus monólogos, al probarse una malla, dice: “Me quito los calzoncillos y me pruebo la malla y en efecto me cabe” (los subrayados son míos), raras elecciones léxicas para la “gente común” del Buenos Aires de los años 2000, época en que está ubicada la novela.