25/5/09




Ningún lugar adonde ir
Jonas Mekas
2009
Caja Negra
Traducción de Leonel Livchits






Caja Negra Editora presenta el libro Ningún lugar adonde ir de Jonas Mekas, uno de los máximos exponentes del cine experimental norteamericano y del New American Cinema Group, movimiento contracultural de directores independientes que surgió en Nueva York en los años sesenta y que contaba entre sus filas con John Cassavetes, Robert Frank y Andy Warhol.


Aquí reproducimos algunos fragmentos de los diarios de Mekas donde narra el itinerario que lo lleva a abandonar su pueblo natal por motivos políticos, su paso por los campos de trabajos forzados alemanes durante la Segunda Guerra, su llegada a Nueva York y sus primeras experiencias cinematográficas.


El libro se presentará el Jueves 28 de mayo a las 20 hs en el C.C. Moca (Montes de Oca 169) en el marco de un ciclo de películas del director.


Ningún lugar adonde ir / Jonas Mekas


CAMPO DE TRABAJOS FORZADOS


19 de julio, 1944

Hoy nuestro tren llegó a Dirschau, cerca de Danzig. Este es nuestro octavo día de viaje.

No soy un soldado ni un partisano. No estoy apto física ni mentalmente para ese tipo de vida. Soy un poeta.

Que luchen los países grandes. Lituania es pequeña. En toda nuestra historia las grandes potencias han marchado sobre nuestras cabezas. Si uno se resiste o no tiene cuidado, termina convertido en polvo bajo las ruedas de Oriente y Occidente. Lo único que podemos hacer los pequeños es, de alguna forma, intentar sobrevivir. Ese es el motivo por el que, si nos acompaña la suerte, nos dirigimos a la Universidad de Viena. No quiero tomar parte en esta guerra. No es mi guerra.

Muchos huyen de Vilnius y Kaunas. Los alemanes están agregando divisiones, pero no pueden detener a los soviéticos. El espíritu de lucha decae, la retirada es desordenada.

Más cerca de los frentes de combate, en torno a Biržai y Panėvežys, hay bandas de partisanos y desertores alemanes. Quienes logran echar mano a un arma corren hacia el bosque, se esconden. Como no tengo intenciones de vivir en el bosque y, además, no tengo conocimientos sobre armas, mi decisión es huir, y cuanto antes mejor.

Si me critican por falta de “patriotismo” o “coraje”, a la mierda. Ustedes crearon esta civilización, estas fronteras, y estas guerras, yo no puedo ni quiero entenderlos, a ustedes ni a sus guerras. Por favor, manténgase alejados de mí, ocúpense de sus propios asuntos. Eso es, si llegan a entenderlos. En cuanto a mí, soy libre incluso en sus guerras.

El tren está lleno de refugiados. Somos unos cuarenta en un pequeño vagón. El movimiento del tren es lento. Todas las vías fueron tomadas por los militares. El tren aguarda horas y horas en cada estación. ¡Pensábamos que llegaríamos a Viena en dos días! Sólo en Panėvežys tuvimos que esperar tres días.

Ahora vemos qué poco prácticos y realistas somos. No nos trajimos nada, ningún alimento. Hay otros que son más prácticos, todos están comiendo algo. Todos cargan un montón de cosas. Una mujer, a la que es evidente que le falta algún tornillo, lleva a rastras un ramo de flores artificiales, unas cortinas polvorientas, un barril vacío y muchas otras cosas similares. Ahora está muy ocupada revisando de nuevo cada cosa que lleva. Toma un objeto, lo da vuelta, lo deja donde estaba, sigue trabajando. Esto la va a mantener ocupada hasta Neumünster.

Cruzamos el río Nemunas en Tilžė (Tilsit). Pensé en Vydūnas y el Bhagavad Gita; lo leí primero en su traducción, y es el único libro que traje conmigo, en el tren. Éste es su pueblo. Debe andar por ahí, en alguna de esas casas.

Llegamos a Königsberg al atardecer. El sol al ocultarse ardía como el oro en los campanarios de las iglesias de Kant. En el puerto, las aguas están rojas por el calor del día y el estruendo de la guerra.

Los carteles gritan: cada giro de la rueda conduce a la victoria. Sí, siempre las ruedas. Observo sus rostros, los rostros alemanes buenos y firmes, y veo la muerte. Cada giro de la rueda revela la muerte. El tren está atravesando la campiña, observamos las casas pulcras y muy ordenadas. Dentro de unos días no serán más que escombros.


19 de agosto, 1945

Estamos en Wiesbaden.

Decidimos poner fin a nuestros viajes. Sencillamente ya no los toleramos. Necesitamos descansar y comer.

Las primeras impresiones de Wiesbaden ayudaron a que decidiéramos quedarnos. Blanco. Soleado. El Rin está cerca. Huertos. Viñas.

El campo de desplazados de Wiesbaden es una ciudad en sí. Barracas del ejército. Hay más de 1600 lituanos, muchos miles de polacos, letones, estonios y yugoslavos.

Todas las habitaciones están ocupadas. Nos dieron una habitación junto con otras seis o siete familias, pero sin camas. Como prometimos no volver a vivir en una habitación compartida, nos instalamos en una mesa grande en el pasillo. Es una mesa que se usa para la distribución de alimentos. Una mesa de ping-pong, si se la puede llamar así. Una buena mesa. Como todas las ventanas de los pasillos estallaron por los bombardeos, hay mucho aire fresco. De noche llega un fuerte viento del valle del Rin y sopla alrededor de nuestras cabezas. Pero está bien. ¡Lo importante es que estamos libres!

Despertamos con los primeros ruidos de la mañana, ponemos nuestros atados bajo el brazo y nos vamos. Fácil y práctico. Nos convertimos en el tema de conversación de las barracas. Algunos nos dicen que no es bueno dormir así, que no es sano. Vengan, muchachos, dicen, les hacemos un lugar adentro.

Pero nosotros preferimos nuestra mesa en el pasillo.

— ¿Cómo pueden dormir en una mesa tan dura? —nos preguntan.

No tenemos colchones.

¡Ah, las tablas de esta mesa son más dulces que su ruidosa compañía!

Al llegar a Wiesbaden nos detuvieron en la entrada del campo. Se nos acercó un policía militar, nos revisó y pidió ayuda.

—Busquen bien —dijo—. Vean qué hay en las valijas y en los bolsos.

Abren un bolso: libros. Abren otro: libros... Abren las valijas: más libros.

Sacuden la cabeza. No entienden.

—¿Dónde están sus cosas? —pregunta uno.

—No tenemos cosas —decimos.

Señalamos los libros, les decimos que esas son nuestras cosas.

Nos miran como se mira a los locos y vuelven a sacudir la cabeza.

—Está bien, que pasen —dice el policía militar.

El entretenimiento más popular aquí es el fútbol.

De un lado del campo, los polacos observan; del otro, los yugoslavos. Si el equipo yugoslavo logra patear la pelota, el lado yugoslavo de los espectadores enloquece. Gritan, chillan, corren por el campo, saltan, tiran cajas de galletas al aire. Sobre el campo se eleva una nube tan densa de polvo que no se puede ver más allá de tres metros...

Si los polacos convierten un gol, los hinchas polacos se ponen como locos. No entiendo cómo no se partieron el cráneo con todas las cosas que se tiran. En cuanto a mí, apenas observo que uno de los equipos hace un gol, le doy a mis piernas plena libertad para correr. Después me detengo y vuelvo la mirada hacia el campo de batalla, a la nube de polvo que cubre el campo, escuchando el ruido de las cajas de galletas al caer y la más grande selección de insultos en polaco, yugoslavo, alemán y ruso.

Por las noches, en un enorme establo militar al que llaman el “auditorio”, realizan sus veladas “culturales”. Corren por el escenario y gritan. Los “solistas” cantan con voces horribles. La orquesta golpea y tortura mazurcas. Chopin se revuelve en su tumba y le rechinan los dientes. El público llora cuando debiera reír, y ríe cuando debiera llorar.

Aprendimos a comer como serpientes. Cuando tenemos comida, comemos como para que dure una semana. Cuando no hay nada, entonces no comemos. Ahora, cuando recibimos nuestra provisión de alimento lo comemos todo, sin dejar nada para el día siguiente. Como los pájaros. Y después leemos nuestros libros. Vamos en busca de alimento espiritual...

Desde la mañana hasta el mediodía se habla del almuerzo; desde el mediodía hasta la noche se habla sobre la cena. A veces no sé con certeza dónde estoy. Me siento dentro de un manicomio. En particular lo siento cuando empiezo a observar los rostros o a hablar con ellos. Alguien llega, se sienta al lado tuyo, y empieza a contarte sus experiencias en la guerra. No importa en absoluto si uno responde o no, si escucha o no. Sus mujeres se sientan sobre las bolsas con las pertenencias que se llevaron al partir de Lituania. Nunca las pierden de vista. La mayoría de ellos son pequeños funcionarios del gobierno de la vieja Lituania independiente. Funcionarios, maestros, capitanes del ejército, alcaldes. Lo sé, son esa clase de personas que los rusos mandarían de inmediato a Siberia. Aún así los observo, lo escucho (a veces), y no puedo dejar de pensar: Dios mío, están locos. ¡Estas eran las personas que gobernaban Lituania! Estas son las mujeres que enseñaban y educaban a los niños de Lituania, a los niños que ahora están saqueando lo que sea que encuentren.


21 de agosto, 1945

¡Por fin!

Por fin tenemos una habitación para nosotros, sólo para los dos. Y una cama, una mesa, dos sillas. Una verdadera habitación que conseguimos juntos en el altillo del edificio “n”. Ahora, después de un día completo de trabajo, estamos sentados por primera vez desde que dejamos Lituania alrededor una mesa cubierta de libros y papeles sabiendo que nadie nos mira raro al leer o escribir, nadie nos grita ni chilla. Los monstruos de El Bosco han desaparecido.

Todo sucedió cuando los yugoslavos se fueron. Los trasladaron a algún otro campo. Los lituanos se apropiaron de las tres barracas del ejército. Pero nosotros somos demasiado lentos; para cuando llegamos, todas las habitaciones ya estaban ocupadas. Entonces trepamos al altillo, y a partir de tablas, restos y partes de madera, nos armamos un pequeño cuarto. Incluso tenemos una ventana con vista al sur. Vista desde el exterior parece la cucha de un perro gigante. Pero desde adentro, ah, está bien, muy bien. Por la pequeña ventana podemos ver el Rin. Una mesa cubierta con libros y papeles. Una cama. Dos sillas.


NUEVA YORK


29 de octubre, 1949

Ayer, cerca de las 10 pm, el General Howze entró en el río Hudson. Nos quedamos en la cubierta mirando. 1352 personas desplazadas con la mirada fija en los Estados Unidos. Todavía permanece la imagen en la memoria de mi retina. No es posible describir la sensación ni la imagen a alguien que no lo haya atravesado. Toda la época de la guerra, las penurias de los refugiados en la posguerra, la desesperación y la desesperanza, y después, de pronto, enfrentar un sueño.

Hay que ver Nueva York de noche, así, desde el Hudson, para percibir su increíble belleza. Y cuando miré hacia los acantilados, la vuelta al mundo brillaba, y los reflectores, potentes, arrojaban haces de luz hacia las nubes.

Sí, esto es América, y esto es el siglo veinte. El puerto y los embarcaderos llenos de luces y colores. Las luces de la ciudad fundiéndose en un cielo que parecía hecho por el hombre.

En el norte había una nube gigante, después tronó, y un rayo atravesó la nube iluminándola por un instante. Cayó después en la ciudad, incorporándose al sistema de alumbrado de Nueva York. Esta manifestación colosal de la naturaleza se convirtió en otro letrero de neón.

Por la mañana temprano había una niebla densa en el puerto. La ciudad aparecía y desaparecía. La Estatua de la Libertad aparecía por un momento, para recibirnos, y desaparecía en la niebla otra vez... De a poco, el barco se movió hacia el corazón mismo de Nueva York.

Todavía teníamos al océano en nuestros oídos, en nuestra carne. Estábamos mareados y extáticos a la vez, al pisar tierra.

Según los papeles de inmigración, debíamos abordar un tren hacia Chicago. Y esa era realmente nuestra intención. No teníamos otro lugar a donde ir.

Algis llegó para saludar y acompañarnos a la estación de tren.

Nos quedamos en la plataforma elevada del muelle 60 mirando el horizonte neoyorquino. Y ambos lo dijimos, al mismo tiempo, Adolfas y yo: “Nos quedamos acá. Llegamos. Esto es Nueva York. El centro del mundo. ¡Sería una locura ir a Chicago si estamos en Nueva York!”.

Fue una decisión rápida y definitiva.

Pensamos por un momento en los trabajos de Chicago, en la panadería y en el departamento que nos estaba esperando, y en todas las personas listas para ayudarnos allá. Y volvimos a ver el horizonte de Nueva York y dijimos: “No, no nos vamos a ningún otro lugar. Ya fueron suficientes viajes. Nos quedamos acá”.

Algis nos permitió quedarnos en el departamento de sus padres hasta que encontráramos trabajo y un lugar propio. Cargamos los atados en un taxi y fuimos a Brooklyn, a Meserole street, en el corazón mismo de Williamsburg.


10 de noviembre, 1949

Ahora me pregunto, ¿estamos en octubre o en noviembre? ¿Y qué día es hoy? Los días se perdieron. El fin de mi segunda semana en Estados Unidos está llegando a su fin.

Durante dos semanas no tuve tiempo de sentarme a escribir. Estuve corriendo constantemente. Buscando trabajo, en busca de un lugar donde vivir. Esto ya no es un campo de refugiados. Nadie va a darnos de comer, nadie va a mantenernos: ahora tenemos que arreglarnos por nuestra cuenta. Así son las cosas. Por eso estuvimos dando vueltas. Ahora, por segundo día, estoy trabajando. La vida comienza a tener una apariencia más normal, y más luminosa, también.

Parecería que diez días es muy poco tiempo. Pero también pueden ser una eternidad.

Lo intenso de la experiencia, minuto a minuto, extendió estos diez días como si fueran meses.

En las agencias de empleo hay cientos de escritorios pequeños y cientos de personas buscando trabajo, con sus ojos en los carteles de anuncios, leyendo los rótulos diminutos con las descripciones de cada empleo. Durante dos semanas nos sentamos en esos bancos tristes y fuimos de mesa en mesa, de un cartel a otro, y escuchábamos todo el tiempo: “Nada. Venga mañana”. Los ojos quedan en blanco, el rostro se alarga, la apatía invade. Trabajo, trabajo, trabajo. A veces está cerca, casi se lo alcanza, y después vuelve a desmoronarse.

Ahora tengo trabajo. Soy un “ensamblador” en G.M. Co. Manufacturing, 43rd Avenue, Long Island City. Mi número de identificación es el 431. Durante dos días estuve ensamblando juguetes en miniatura. La monotonía me está volviendo loco. Tengo huecos en los dedos de tanto girar tornillos. Esta noche apenas si podía sostenerlos, están completamente ampollados.

Fui al Museo de Arte Moderno a ver la muestra de Van Gogh y reviví.


16 de noviembre, 1949

Otra semana acaba de terminar. Sigo trabajando en G.M. Co. Pasé dos días girando pequeños tornillos. Otros dos días haciendo pequeños agujeros. Otros dos días más haciendo agujeros grandes. Durante las últimas horas del día las manos ya no pueden sostener el mango del taladro. La única forma que tengo de seguir es haciendo presión con todo el cuerpo. Me arden los músculos del pecho y del estómago. Después de alcanzar cierta velocidad, se trabaja automáticamente, por inercia. Meter, tirar, empujar; meter, tirar, empujar, todo el día. No se puede pensar. Los pensamientos saltan como chispas muertas, sin centro; un pensamiento acá, otro allá, uno en algún otro lugar. Un minuto después uno no sabe qué pensaba un minuto antes.

Tenemos un descanso de treinta minutos para el almuerzo. Hay una habitación con anaqueles de acero sucios donde dejar la ropa. Allí, los obreros mastican sus sándwiches o se meten agachados dentro de barriles vacíos, con la ropa aceitada y grasosa y las manos comidas por el óxido, y gritan, uno más fuerte que el otro. No puedo entender nada; y juegan a ese juego todo el tiempo: tirar dados y monedas de un centavo en el medio de un círculo. Todo lo que tengo que hacer es cerrar los ojos, y estoy de vuelta en las barracas de Elmshorn.

El olor del acero y del hierro invade el lugar. Llevo este olor a la calle, y a veces creo que quizás toda Nueva York huele a acero. El acero tiene un olor. El acero no es eterno, no. El acero también muere, como la madera, como el pasto. El acero y el hierro se convierten en polvo.

Temprano en la mañana me quedé parado, inclinado sobre una viga de hierro, en el subte, y un frío acerado me recorrió el cuerpo. Después, en la calle, vi a un hombre acostado sobre una pila de Daily Mirrors, sobre cemento y acero, el acero era su cama. Estaba tirado allí, acurrucado cerca del acero, sobre el hormigón.


21 de diciembre, 1949

Visité la agencia de empleo alemana en la calle 74. Intenté hacerme pasar por alemán jugando con sus emociones, un nuevo truco. No hablan alemán, descubrí, así que no perciben mi acento. Pero hay demasiadas personas buscando trabajo. La agencia no tiene nada. Estamos viviendo a leche y pan. Y una naranja. Un plato ocasional de sopa. No se necesita mucho cuando no se trabaja, dicen. No es verdad. Después de un día dedicado por completo a la búsqueda de trabajo me siento más cansado que después de un día de cortar leña.

Esta mañana vi un aviso que decía que el teatro Roxy necesitaba acomodadores. Llegué temprano, pero ya había otros veinte parados en la puerta. Conocen Nueva York. Estaban parados contra la pared con diarios bajo el brazo, con su ropa de invierno, igual que en las películas de los años treinta.

A las diez en punto la puerta se abrió y nos dejaron entrar. En algún lugar de las profundidades poco iluminadas del teatro, no sabía dónde, alguien estaba tocando el órgano. Fuerte, llenaba todo el teatro. Nos dijeron que formáramos un semicírculo. Un hombre, una suerte de gerente, se paró frente a nosotros y nos escrutó. El órgano seguía tocando. La música era enorme, te elevaba. Quizás Bach.

El hombre levantó la mano y apuntó con el dedo a muchos de nosotros, pidiéndonos que saliéramos de la fila. Siete, dijo, necesitaba sólo siete. Con un gesto teatral, como un director de orquesta, nos indicó al resto que abandonáramos el teatro. Como el dedo mágico no se detuvo sobre mí, caminé hacia afuera con los otros.

Para ser más preciso, lo que ocurrió en realidad fue esto: mientras estábamos parados allí en círculo, y mientras el dedo mágico del gerente seguía moviéndose por la fila y se acercaba hacia mí, de pronto, sin motivo alguno, empezó a picarme la nariz y me rasqué. Eso fue todo, ese fue mi gesto fatal. Maldita nariz. El dedo del gerente me pasó de largo.


26 de diciembre, 1949

Nunca tuve una Navidad tan deprimente.

Salí a la calle. No podía quedarme adentro; demasiado solitario. Las calles estaban vacías y frías. Grand Street estaba vacía y fría. Los diarios volaban con el viento. Había zonas de pasto seco. Nadie hablaba de la nieve. No había nieve.

Paramos en la tienda de dulces de Ginkus. Dijimos, quizás hay algún alma viva adentro. Pero no. Sólo dos o tres mujeres comprando velas y envoltorios de Navidad.

Pero Ginkus estaba allí.

—¿Están buscando algo?

—No —dijimos—, nos estábamos aburriendo en casa así que vinimos a ver si pasaba algo.

Ginkus, bendito sea, nos compró una cerveza y bebimos a su salud. La cerveza estaba fría, nos sentamos y bebimos, y miramos aburridos hacia los espejos detrás del bar, y a las mujeres, y a los dulces.

La calle estaba fría. Podíamos oír fragmentos, partes de canciones navideñas de la radio, o quizás de un tocadiscos de alguna ventana del otro lado de la calle, que llegaban hasta nosotros traídas por oleadas de viento, en algún lugar de Brooklyn, en el mismísimo fin del mundo.