Por Roberto Fontanarrosa.
Las Malas Costumbres, de David Viñas, Peon Negro Ediciones, 2007.
Los únicos libros que había en mi casa, cuando yo era chico, estaban en un mueblecito en el vestíbulo. Supongo que eran un regalo integral, casi como un adorno que habían recibido mis viejos, porque los libros entraban justo en las estanterías del mueblecito. Era una colección de unos treinta libros finitos, de tapas duras, pequeños, aburridos, todos encuadernados igual en un papel grisáceo a cuadros chiquititos. Sin embargo, recuerdo dos: uno llamado “Médicos, Magos y Curanderos”, y otro con reproducciones de las desconcertantes calaveras del grabador mexicano Guadalupe Posada. Pienso que ambos tenían muchas ilustraciones; especialmente el de Guadalupe Posada; y por eso me gustaban. Estoy hablando de un tiempo, calculo, en que yo todavía no había aprendido a leer.
Sin embargo, fuera de esa biblioteca, mi Vieja, Rosita, solía tener esporádicos libros a mano. Nunca supe que comprara un libro, salvo los que después compraría para mí, de la colección Robín Hood. Deduzco entonces, que se lo prestaban las amigas, Maile por ejemplo. Era, así, para mi Vieja, un placer y una distracción algo caótica y despareja la que le brindaba la literatura. No había ni un autor predilecto ni un gusto preciso por algún tema. Tal vez fue por eso que yo accedí, de rebote, a libros como “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, a una edad en que no pude comprenderlo totalmente pero intuía de que se trataba de algo importante, de otro nivel.Mi afán de lector se había despertado tiempo atrás, fundamentalmente por el placer que me provocaban las historietas, leídas en Puño Fuerte, Misterix o Paturuzito. Y luego, preadolescente, con el “Sandokán” de Salgari, “Colmillo Blanco” de Jack London o el “Príncipe Valiente” de Harold Foster, todos en la mencionada y mítica colección Robin Hood con sus reconocibles tapas amarillas. Por lo tanto, la música de mis lecturas era la del castellano que hablaban los españoles o bien la del castellano que empleaban los españoles cuando traducían del inglés. Incluso las historietas, aún las que trascurrían en Argentina, aún las del Hora Cero y el Frontera escritas por el maestro Héctor Germán Oesterheld, recreaban un habla coloquial acartonada y algo formal.
A esa altura de mi vida podría decirse que yo era un mero lector, al que le gustaba dibujar historietas, incluso inventar sus guiones, pero que estaba muy lejos de pensar en escribir algo de mayor aliento. Sin embargo, fue para mí un impacto leer mi primer libro de David Viñas. Lo confieso, soy sincero; estamos hablando de casi cincuenta años atrás; no recuerdo si era “Dar la cara” o “Cayó sobre su rostro”. Pero en ese libro los personajes hablaban como Berto, mi Viejo, y como los amigos de mi Viejo. Se jodían entre ellos y puteaban como yo escuchaba hacerlo a mi Viejo con sus amigos en el club Huracán y tantos otros clubes de Rosario a los que lo acompañé en su campaña como Director Técnico de básquet de Sportivo América. Descubrí, entonces, a través del libro de Viñas, que eso era posible, que se podía escribir algo que reflejara fielmente una forma de hablar y de comportarse totalmente nuestra y alejada de modismos hispanos. Y no solo eso, supe que yo, como lector, me sentía junto a esos personajes de Viñas, más integrado, más involucrado en las conversaciones y en la historia, de la misma forma en que me sentía integrado, naturalmente, en mi casa o en el club junto a mi Viejo.
No fue aquello para mí un dato menor. Comencé, de ahí en más, a tratar de percibir las cosas que, por estar delante de nuestros ojos, por familiares o próximas, no vemos. A prestar el oído a las palabras que, por cotidianas y poco épicas, no escuchamos. Advertí, a través de Viñas, que mirando alrededor podemos detectar historias tan dignas de ser contadas como aquellas que transcurren en Londres, Samarcanda o Atenas. Tal vez por lo mismo, cierto tiempo después, empecé a narrar situaciones que yo había vivido o vivía jugando al fútbol, o como espectador en la cancha de Central o con los muchachos hablando pavadas en La Mesa de los Galanes, en el bar El Cairo.
Suena a irrespetuoso reducir, en mi caso, toda la obra de un intelectual prolífico, sólido y combativo como David Viñas, a la referencia personal de lo que me aportaron sus personajes de “Cayó sobre su rostro”,”Dar la cara”, o más tarde “Hombres de a caballo”, haciéndome escuchar un idioma argentino al que yo, por haberlo escuchado desde la cuna, no le prestaba atención.Pero ahora pienso que recordar esto es saldar, aunque sea en un pequeño porcentaje, una deuda de gratitud hacia David Viñas, que viene de lejos.
* Este texto de R. Fontanarrosa es el prólogo al libro de cuentos de David Viñas, Las Malas Costumbres, publicado originalmente por ed. Jamcana, en 1963, y reeditado por Peon Negro Ediciones, 2007.