Varadero y Habana maravillosaHernán VanoliTamarisco
2010
Apuntes para una lectura
Una de las maneras más efectivas para establecer la importancia de un texto literario es evaluar la incomodidad que produce en la crítica que lo rechaza. Hay ahí, en el resentimiento y en la negación que revela esa escritura, una manera de sentir que permite evaluar su pertinencia o de enjuiciar su impertinencia. Cierta recepción de Varadero y Habana maravillosa (Tamarisco, 2010), a la que aquí sólo se dará el generoso nombre de deslectura, bien podría contribuir a ejemplificar el argumento. El libro de Hernán Vanoli es un libro arisco, indócil; por esa misma razón, quizá esté llamado a convertirse –para bien y para mal– en una suerte de trampera para toda pose de lectura que se solace bajo la autoridad imaginaria de la Crítica. Pero pertenece además a esa especie furtiva de libros impertinentes que ponen en evidencia que lo que más amenaza la lectura es la realidad del lector, su personalidad, su inmodestia, su manera encarnizada de querer seguir siendo él mismo frente a lo que lee, de querer ser un hombre que sabe leer en general. Su apariencia inocente, su prosa seca pero ágil, amena pero ajena a toda frivolidad, y apenas matizada con ciertos giros irónicos que simulan desplazar el sentido de la lectura, lo transforman en un objeto problemático; sobre todo para cierta crítica tribunera y simplista, incapaz de reconocer la incomodidad (que el texto le presenta) como punto de partida de la lectura y demasiado preocupada por sus propios intereses como para percibir hasta qué punto el texto hacer ver las invisibles (naturalizadas) condiciones desde las que su deslectura se autovalida y legitima naturalizando el mito de que la ley y el valor responden a una misma lógica.
Diría más: el texto de Vanoli es, ante todo, deliberadamente evasivo. Lo es a la hora de devolver respuestas, pero más aún cuando se lo enfrenta a los interrogatorios previsibles del manual académico. Es un texto que resiste la inquisición por el qué pasa porque todo el tiempo desplaza la atención del lector hacia lo que específicamente hace. En algún (lejano) punto, se comprende (aunque no se justifique) la actitud de la deslectura que en ciertos casos promueve: para decirlo con una metáfora viñesca, el texto de Varadero y Habana maravillosa es como una de esas yeguas malas que uno tiende a sacrificar para ser sacrificado por ella. Su textura árida, su prosa despojada y su mínima adjetivación constituyen, paradójicamente, una ostentación de austeridad que indirectamente ofende la arrogancia militante en que se nutre la deslectura, esa forma de narcisismo de la crítica cuyo objeto no es ya justificar al texto frente a la historia sino hacer el texto de su propia justificación histórica. El de Vanoli es pues un texto que obliga a estas lecturas de pose a mostrar la hilacha, las expone en su canallada: el renunciamiento moralista a lo que una y otra vez amenaza en la forma del deseo. La indocilidad se traduce en obstinación: lo que soporta y vuelve insoportable la deslectura es su miserabilismo, su empecinada negación del señuelo. En esa posición el sujeto ve, pero no mira; oye, pero no escucha; encuentra y reconoce, pero no quiere saber nada con eso. En esa cerrazón ya no hay deseo, sólo hay demandas: todo se mide en términos de éxito y de fracaso.
El propio texto de Vanoli propone esta encrucijada. Empuja al lector a poner en duda el saber acumulado que la legitima (obligándolo a replantearse su lugar frente a él) o a aferrarse a ella en la deslectura. Y provoca estas posiciones en la crítica porque él mismo es una provocación a sus condiciones de existencia. Es su artilugio para resistir el fichaje expedito, su manera silenciosa de producir, en contrapunto, un interés: el deseo de intentar responder a su desafío. El desajuste está dado entre lo que la crítica quiere leer (en función de su saber) y lo que el texto da a leer (en función de su arbitrariedad). La pregunta que la crítica busca instalar se recorta en el qué es y la que texto abre es qué se hace. El “¿Qué es esto?” (interrogante que siempre trata de explicar lo inexplicable: lo que bajo las categorías ciertas sólo podría pensarse desde la figura de lo monstruoso) es para la Crítica la condición lógica del “¿Qué hacer?” (estrategia retórica que, en el mejor de los casos, sólo se manca en las derivas del Juicio cuyo dictamen esta dictado de antemano). La inversión que el texto propone a la Crítica cuando no se adecua a su lógica termina siempre por constituir una amenaza a su legitimidad: a partir de lo que le hace el texto se hace visible lo que la crítica es. Como dice la voz popular: “cuando chilla la osamenta, señal que viene tormenta”.
Sin embargo, leer no es regar la higuera de la Crítica. Es, al contrario, es llevarle a la arrogancia inevitable de la Crítica una contra sorda, seguidora. Es incluso, como suele decirse, andar errante pero atento a la interpelación de la cosa literaria: el corazón maligno del relato. Por ello, para responder a la interpelación de esa producción imaginaria determinada por el régimen de lo simbólico, es preciso ante todo sostener abierto el interrogante que compromete una inclusión o una exclusión en esa forma en la colección acumula tras la sobada etiqueta de Literatura. Frente al texto, hay que empezar a preguntarse no ya por su ser (¿“narración realista”?, ¿“relato fantástico o futurista?” ¿“profecía ballardiana adaptada al tercermundo”?), sino por su hacer: comenzar por describir lo que la ficción hace aun cuando este hacer parezca demasiado obvio. Finalmente, que otra cosa es lo obvio sino la máscara lábil en que asoma el sentido a venir.
Claro está: lo obvio no es lo mejor repartido, sino justamente lo que no se reparte, lo que llega al lector con la fría paciencia de lo real. En este punto, el dato más obvio de Varadero y Habana maravillosa es que su “tema” es el lenguaje. En primer lugar, porque es difícil no atribuir cierta conciencia de estilo en ese narrador que sistemáticamente neutraliza el estilo en las voces que elige para producir la ficción: a excepción de ciertos modismos (como los empleados en “Eugenia volvió a casa”), la prosa rústica de Vanoli no opera sobre un registro oral o coloquial más o menos naturalizado (como lo hace, por ejemplo, en una opción procedimental, la narrativa de Sonia Budassi); neutraliza el registro para construir un estilo del desestilo. Pero además porque la constancia y la insistencia en ese desestilo en la construcción de una escritura configuran dos datos sensibles que permiten corroborar un procedimiento, es decir: una serie de operaciones de carácter estrictamente literario de las cuales es posible extraer (o, mejor, desde las cuales es posible construir) un sentido. Neutralizar el estilo, borrarlo sistemáticamente en cada oración, es una operación de estilo muy precisa, muy compleja y muy rigurosa a partir de la cual Vanoli anuda la coherencia entre fábula y ficción en Varadero y Habana maravillosa. La operación de quita estilística atiende pues a razones estéticas que se articulan sobre posicionamientos políticos. Y es justamente por la elección de este particular régimen de relato que resulta erróneo pretender enrolar el texto vanoliano en la órbita de una supuesta “pos-autonomía”. Lo que en esta opción de escritura se define más bien como condición reactiva es, al contrario, una suerte de punto de retorno y reafirmación de la autonomía relativa: una intervención reactiva del lenguaje y del sentido que se produce frente a la (ilusoria) autonomía pura de la forma literaria y, al mismo tiempo, frente a la arrogancia de la historia como determinación. Se trata más bien de un retorno de la letra que repele al adjetivo, a la exigencia cultural y también al sentido coagulado en el orden de verdad: una forma activa que pone en cuestionamiento el más allá del sentido mistificado desde el absoluto literario y que, a la vez, se sustrae a la totalización de sentido (en relación a un saber Patrón). Es más bien el despliegue de una forma como una opción en favor de una autonomía con marcas histórico-temporales (de una autonomía entendida como un incidente) que no es, ni puede ser nunca un momento estático, suspendido o eterno, sino un acontecimiento específico históricamente situado; es decir: una forma que inscribe una autonomía de la historia sino en ella.
En todo caso, el régimen de esta ficción es de una evidencia provocativa. Es muy difícil no preguntarse, sospechando entre la incompetencia y la mala fe, cómo ante ella un lector con cierta formación académica (y no adivinatoria) puede presumir que “el objetivo del autor es profundizar en el perfil sociológico de algunos personajes afectivamente relacionados con la crisis del 2001” y no plantearse, por ejemplo, en razón del título del libro, qué significa el hecho de que Vanoli decida ir a Cuba, la meca del barroco, sin barroco o, más aún, incluso sin estilo. Tampoco se explica que a un lector con cierto “bagaje” cultural no le inspire aunque más no sea un comentario oblicuo la presencia del adjetivo “maravilloso” en el título de la obra. ¿Qué planteos hace Varadero y Habana maravillosa a lo “real maravilloso”?, ¿de qué manera se enlaza y en qué sentido rompe relaciones con esa tradición latinoamericana?, ¿qué atajos formula ante la mistificación de lo real y de lo maravilloso? He ahí algunos obvios planteos que el texto de Vanoli propone y a los que curiosamente su recepción se ha decidido hacer oídos sordos.
Por supuesto: el sentido de la escucha es separar el deseo de la demanda. Sólo quien opte por la canallada de darse a no leer el texto puede dejar pasar de estos interrogantes y soslayar otra serie datos explícitos y concretos que definen el posicionamiento estético-político de Vanoli. Diría más: lo que en esta indiferencia se solapa, no es un mero descuido o una triste ineptitud, sino la decisión de no abordar un aspecto estrictamente político del texto: Varadero y Habana maravillosa se inscribe, por un lado, en una relación ambigua respecto de la tradición de textos latinoamericanos; pero, ante todo, se piensa como una posibilidad de vida de la ficción localizada pero por fuera de dos tradiciones imaginarias que, sin pena ni gloria, van borrándose definitivamente: la latinoamericanista y la nacionalista. En su interior, tanto lo latinoamericano como lo nacional ocupan posiciones ambivalentes. No se reducen al espacio que define una perspectiva ni al objeto que la recibe. En todo caso, en textos como “Funeral gitano” o el propio “Varadero y Habana maravillosa”, remiten más bien a conjuntos particulares de disciplinas y saberes que se extraen de experiencias colectivas. En todo momento el texto propone ese tipo de inclusión, activa y operante, que el lector debe completar sobre una sutil traza alusiva. De este modo, en lugar de dar definiciones Vanoli plantea la necesidad de apropiarse de esos fantasmas de lo político desde la trama misma de la experiencia colectiva.
Que el que está detrás de la ficción de Varadero y Habana maravillosa es un escritor y no alguien que escribe, es algo que se corrobora por la manera en que se resuelve el tratamiento de lo político. Vanoli hace política en la literatura (y no con ella). Por ello su respuesta a la falsa dicotomía (nacionalismo o latinoamericanismo) se resuelve no desde los enunciados, sino a través de un régimen de enunciación. Su lenguaje no es ya el de la ostentación ni el de la mascarada literaria. Su relato no soporta comicidad costumbrista; es definidamente trágico: la tragedia que narra tiene lugar en una instancia previa a lo narrado. Es la narración misma (y no lo narrado) lo que se vuelve alusión: la fábula cuenta sólo fragmentariamente lo que ya ha tenido lugar en ficción.
Relato del día después de lo no relatado, la fábula vanoliana abandona toda esperanza de renacimiento o de renovación cíclica. La narración asume y hace propia una identidad signada en un pathos emocionalmente distante, que arrastra una fascinada disposición hacia cierta indiferencia estética, y que parece dar a la historia un carácter de crisis indefinida o de guerra civil permanente. Es imposible en este punto pasar por alto el hecho de que en todos los relatos se repita la operación de sustracción estilística sobre los narradores que sostienen el relato en primera persona. Vanoli no habla, hace hablar a sus personajes de una determinada manera. Sólo un moralismo inverso, sometido a la doxa (“progre pero hasta por ahí nomás”) y a los requerimientos del mercado y la crítica cultural, podría exigir a Varadero y Habana maravillosa más descripción o mayor detenimiento en las escenas de violencia o de sexo, sólo una lectura desinteresada de la condición literaria del texto (que siempre está bien visto reclamar) puede resultar tan obstinada como para negarse de ver que en Varadero y Habana maravillosa la violencia y la sexualidad (incluso, la sexualidad del castrado) están impresas en la lengua que lleva el relato. Esa demanda adolescente, que cada tanto aflora a falta de ideas, no está a la altura de la exigencia que el libro de Vanoli plantea al lector. En él, la violencia y la sexualidad están narradas en las voces que constituyen sin duda el centro mismo del relato, porque se lo talla lenta, minuciosamente desde la convicción de que la ficción es el lugar en que se hace presente y se materializa su huella. Lo que viene al texto es la violencia de lo previo e incluso de lo irreversible. No viene del lenguaje; viene de lo previo, y lo previo, claro está, es una de las figuras de lo Real. Tampoco recae directamente sobre él; cae en todo caso sobre la voz, ese lugar en que el cuerpo se encuentra con el lenguaje y lo actualiza. La violencia que Varadero narra no es finalmente la de los hechos sino la que los hechos (previos) han producido sobre las voces.
La vulgata post-estructural podría quizá presentar un punto de partida potable para la lectura: Varadero y Habana maravillosa sigue el régimen de la novela corta. Ahí todo está organizado en torno a la pregunta “¿Qué ha pasado? ¿Qué ha podido pasar?”. Hacer a este texto esas preguntas implica proponer una lectura bajo el signo de la secuela: darse leer en la narración las huellas de una devastación que viene desde afuera de lo narrado. Rasgo de coherencia y de obstinación poética, en los relatos de Vanoli los temas coinciden con los lenguajes y obligan, tanto unos como otros, a reconocer en ellos las marcas indelebles de la historia. Pero la historia, claro está, no ingresa a estos relatos por referencia, sino por alusión. Quiero decir: si hay un “realismo” en Varadero y Habana maravillosa, éste no se materializa por referencia lingüística a la historia narrada sino por una alusión historizada a los lenguajes que la envuelven. “Funeral gitano”, “Varadero y Habana maravillosa”, “Eugenia volvió a casa” y “Castores” no cuentan la fábula de una iluminación posterior al desastre. Narran la promesa (es decir, la amenaza) de lo desastroso: el movimiento incesante de una crisis que supone un final extremado pero sin realización final en la tragedia de los lenguajes. Los rituales del apartheid social que afirma el sentido de la violencia represiva en la razón biológica de la amenaza epidémica, la sobreactuación de la aceptación resignada de un agresivo dispositivo de control atado a una economía de consumo (de servicio turístico) que opera sobre el espacio ocioso de la vida, el contrabando biológico de diamantes como salida laboral, el negocio turístico de la experiencia (“sudamericana”), los nuevos regímenes escópicos de la violencia en el horizonte de un orden biopolítico, la imposible de sutura entre espacio subjetivo y comunitario en un contexto pos-apocalíptico, son de algún modo el contrapunto necesario de lo ocurrido al nivel de la ficción. Vanoli hace de la ficción un componente de la fábula. De ahí que opte por configurar su entramado desde esas voces que han perdido o han sido despojadas del estilo (de ese estilo que es el lugar se diferencia y singularización de los cuerpos en el lenguaje). Y de ahí también que las voces lleguen a la narración como si viniesen de la guerra, vaciadas, arrasadas en todo régimen de exceso, sin resto. El resultado: esos narradores pelados, casi autómatas, inmunizados, desprovistos de todo phatos. Voces sin resto: sin lo demás, sin el suplemento que les permitiría constituirse en sujetos de estilo, sin plusvalor.
Lo que Varadero y Habana maravillosa narra no son pues acciones en función de una austeridad estilística. Narra condiciones de ser, de despojo y alienación. Que esa narración se lleve adelante a través de la puesta en escena de una carencia constitutiva, que se traduce en una desafectación de estilo, es signo de una coherencia poética importante. No es que Vanoli rechace el estilo, que escriba como si este no fuera importante, ni que escriba como si la vanguardia no hubiese hecho, a lo largo del siglo XX, sus justas y sus daños; al contrario: produce una escritura contra-estilística que es el estilo de la literatura del día después del estilo. Frente a la frivolidad de gran parte de la joven literatura argentina contemporánea, esta quita de estilo constituye también una interesante respuesta a la pregunta por las condiciones de posibilidad de una literatura sobreviviente a la destrucción de la literatura que se sostenía por su valor excedencial, una alternativa a la literatura que se asumía en el fantasma del lujo, como un espacio capaz de reproducir y desatender el modelo de acumulación y de extracción de plusvalor a partir del excedente. Claro que como no hay lenguaje escrito sin ostentación, también este despojamiento, en cuyo gesto se hace perceptible un intento por entregar la escritura a la soledad de un lenguaje literario ritualizado, debe ser leído también como parte del ritual que criba la experiencia literaria moderna. No se trata de una operación literaria de pos-autonomía, ni mucho menos; se trata, al contrario, del reconocimiento y la apropiación estratégica de la función más soberana y más radical del lenguaje: su literariedad. Paradójicamente, lo que hace Vanoli no es en definitiva más que un doblez, un nuevo doblez en la larga historia de esa experiencia de lenguaje llamada literatura. Neutraliza al límite el estilo de ese personaje que ha elegido como lugar de la narración para transformarlo en su sentido. Escribe las voces porque busca hacer de la ficción el núcleo mismo de la fábula. Su ficción no carga con la arrogancia de la omnisciencia, pero tampoco con el prestigio del testigo en el sentido clásico. El testigo atestigua con lo que dice por lo que ha visto; Vanoli, por su parte, pone al lector ante una ruina pertrecha del decir, ante un narrador descreído, que de lo único que parece estar seguro es de que entre el ver y el decir está la distancia insalvable que se abre entre el relámpago y el trueno. La ficción se hace así una experiencia de la pobreza y como contrapunto inevitable de la pobreza de la experiencia. Qualunque, neutro, esa voz sin contenido que atraviesa los narradores vanolianos, incapaz de convertirse siquiera en portador de una lengua menor, es sin duda la forma sin atributos sobre la que empieza a configurarse el fundamento de la ética de las comunidades futuras. Intuyéndolo, Vanoli insiste en hacer hablar a ese sujeto arrasado pero sobreviviente cual si intuyera que aún hay algo por oír en la indolencia de esa voz. ¿A qué se ha sobrevivido?, ¿cuáles son las causas de esa ruina?, ¿existió acaso un momento anterior a ellas?, ¿existe acaso una manera de sobrevivir a ellas?; son preguntas que el texto de Vanoli, brechtiano en su manera de interrogar, no responde pero a las que todo el tiempo alude. Los narradores son el tema político de Varadero y Habana maravillosa. Su condición escéptica y su melancolía se escurren en el tono anodino y desganado con que acumulan tras de sí las escenas del relato. Es lo que persiste, ya sea que narren sucesos triviales o insólitos, intrascendentes o vitales para el desarrollo de la trama. La puesta en escena de relato de su propia ruina entre los escombros de una identidad perdida, la condición trágica de la pobreza de matices, el languidecimiento de toda libido, la desaparición inexplicable de todo deseo y todo remordimiento marcan a esas voces en su imposibilidad de experiencia, en su incapacidad para acoger el saber que le arrancado a lo que está por perecer. En esa concurrencia se dirime también el pasaje del singular al plural, del “caso” a la negada (o sublimada) experiencia de lo colectivo: lo político. En este punto, la literatura de Vanoli se conecta particularmente con la de Félix Bruzzone. Sólo que en el caso del autor de 76 lo que no se logra –aunque quizá habría que decir: lo que no se busca– es la articulación, el pasaje del drama (el dolor, el rencor e incluso el deseo de la venganza personal) al intento de comprensión –en un sentido intelectual pero también espacial del término– de lo trágico político en términos colectivos. Uno plantea un acurrucamiento, una resistencia desde lo propio (aunque lo propio sea justamente la herida infligida por otro); el otro, responde a la intemperie con abandono, indiferencia y apatía.
Como las extenuadas figuras de Alberto Giacometti, las voces que presenta Varadero y Habana maravillosa parecen venir desde muy lejos, muestran signos de haber atravesado un tiempo imposible de crisis y destrucción, pero permanecen de pie, andando. En su propio desarrollo parecen dar cuenta de un movimiento imposible (y por ello mismo necesario) que remonta estas voces a la de su antepasado más insigne: “en el silencio no se sabe, hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir”. Han sobrevivido a la destrucción de los lenguajes, a la promoción de las utopías, a las políticas de la representación, y se mueven bajo la doble vía del cinismo y del desencanto. El problema es que, incapaces de realizar el duelo pérdida, se han hundido una prolongada sensación de melancolía. De ahí que lo inasimilable (no narrado) retorne una y otra vez en lo alucinatorio que siempre desnaturaliza los relatos (en esa mancha en la pared que está en lugar de una catarata de formas por las que lo real de la pérdida se escurre). Para estas voces no cabe la etiqueta de la represión neurótica: la pérdida no se elabora por representación ni por transferencia. Las voces narradas por Vanoli son estrictamente melancólicas. No logran objetivar en ningún momento la dimensión de la pérdida. No se dan el lugar ni el tiempo para preguntarse por lo que ha pasado (acaso precisamente porque no ha pasado, porque en efecto aún les está pasando). Permanecen desgarrados en una encrucijada insalvable, sosteniendo para sí el lugar de una herida abierta entre el temor (autopunitivo) y la negación (maníaca). Los personajes de Vanoli son voces, formas de la ficción que inexorablemente remiten a procesos subjetivos de constitución de la memoria colectiva ante el desastre o el trauma. Ante ellas resulta inevitable pensar en las inmensas dificultades que exige el hecho de tener que procesar subjetivamente (incluso a nivel de lenguajes) experiencias históricas políticas y colectivas, incluso cuando su propio contenido trágico (resistente a toda elaboración consciente) parece venir a determinarles un destino de permanencia negada. Lo melancólico que gravita en esas voces hace entrar a Varadero y Habana maravillosa en un pozo ciego. En su sombría andadura el texto traduce y produce un tono mate que anega tanto todo tipo de esperanza como de desesperanza. Lo melancólico define la dimensión trágica del libro de Vanoli. Es la mancha de humedad que se abre como una herida nueva: el espacio por el que lo apocalíptico retorna y consume a la ficción pos-apocalíptica.
Esa es la tragedia de lo trágico que se deja oír a través de las voces con que se compone la ficción y es, también, lo único que cabría reprochar a Vanoli: que esta ficción pos-apocalíptica que es Varadero y Habana maravillosa sea a su vez apocalíptica. Porque, si lo melancólico no configura una circunstancia, una afectación transitoria en el proceso de elaboración de un duelo, y si, por el contrario, se presenta más bien como una dimensión permanente de esas existencias marcadas por una tragedia cuya experiencia no llega nunca a pasar por el lenguaje, el corolario no puede ser más apocalíptico: la negación de la tragedia en su condición trágica, el emplazamiento definitivo de la melancolía en el lugar de la experiencia.
Maximiliano Crespi
La amistad como estado de la imaginación pública
I
Un libro de cuentos de verano para leer en invierno. Algo de eso tiene el primer libro de cuentos de Hernán Vanoli, Varadero y Habana maravillosa, editado por Editorial Tamarisco en 2009.
En el primer relato, “Funeral gitano”, una enfermedad contagiosa se desarrolla en el marco de una Central que lucha porque lleguen las dosis a tiempo, pero a raíz de la muerte de uno de los militantes, se desencadenan cambios en la relación de los demás con su mujer. "Varadero y Habana maravillosa" narra las vacaciones de dos familias en Cuba, en un paraíso all inclusive en el que puede practicarse sexo por fricción y tomar pastillas que rehabiliten funciones orgánicas olvidadas, como la digestión de la comida natural. "Eugenia volvió a casa" es el relato de la hija que vuelve a su casa tras haber trabajo en un resort, pero con joyas dentro su vientre que va parir en la noche de Navidad. El cierre es con la casi nouvelle "Castores" en la cual dos hermanos montan una empresa de turismo y atienden a tres turistas que quieren documentar y participar de un conflicto en una planta tomada.
II
Lo que comparten estas cuatro narraciones es que son relatos reales más que realistas, porque aunque horadan las expectativas de las convenciones realistas de representación, suturan realidad. Sobre/imponen estados del imaginario social y público de la contemporaneidad, como las formas visuales de la violencia, los costos de las ontologías, las vinculaciones socialmente posibles, la tecnologización de los capitales simbólicos y el imperativo de la salud como calidad de vida.
Hay un mecanismo alusivo-elusivo. Aunque se impone una sobre/exageración de lo real, algún elemento disruptor emerge y solapadamente desvía todo lógica posible del “asir”. El extrañamiento funciona tanto en los modos y las consecuencias del contagio en “Funeral gitano”, en los controles médicos en “Varadero y Habana maravillosa”, en las joyas en “Eugenia volvió a casa”, en los castores del último cuento.
En el manejo de estas incertidumbres, entre Felisberto Hernández y Roberto Arlt, la escritura de Vanoli es casi una posición dialéctica y superadora de ambos: la solidez narrativa provoca que sea un texto sin grietas, detenido en sus formas, pero que funciona también como una eficaz lectura de la trama socio-política en la que se produce y circula. Por eso, ante la pregunta de si los cuentos son o no realistas una respuesta posible sería decir que eso poco importa. Y que en todo caso lo que habría que discutir es de qué realismo hablamos cuando hablamos de realismo. Porque lo que aquí se fabrica es un extrañamiento sobre la realidad pero para poder operar sobre ella. Quizás una definición posible sea pensarlo como un populismo neo-trans en el cual se retoman elementos del imaginario disparado por el campo popular pero inmersos en una lógica trans: en la cual nada es lo que parece, o lo que parece no es tanto lo que es.
A estos equívocos entre realidad y ficción, hay que sumar un elemento que recorre todos los textos pero que aparece ejemplarmente trabajado en “Castores”. El turismo es un género bastardo de la literatura: el relief pre-armado de la administración del ocio en la democracia de mercado y su imperativo de construcción de mundos ficcionales. La construcción de esta ficción está sobre/impresa en el texto: “Vanina nos abrió la puerta con un disfraz de aldeana y saludó a todos con un beso en la mejilla que hizo que las chicas se pusieran incómodas. Andreas no llegó a reaccionar, como si todavía no se hubiera asentado después del vuelo o como si estuviese drogado. El hermano menor de Vanina era el único mozo y, en la única otra mesa al fondo del living, su padre y su tío se hacían pasar por clientes”.
III
Vanoli no relata políticas, hace políticas porque toma materiales de la serie “política” y fabrica técnicamente mediaciones con ellos. Este trabajo político con los materiales es mayormente formal, en tanto es en la construcción de las formas como se motorizan las acciones. El modo en el que se narra no es “simple” o “coloquial”, sino que hay un pulido (y discreto) trabajo con el lenguaje en dos procedimientos articuladores: el uso del tiempo de la narración y el trabajo gramatical con los referentes.
El primero de los cuentos se abre con el sintagma: “Lo mejor sería volver”, y el último de los textos empieza con “Toqué timbre para avisarle a Fernando que había vuelto”. Desde aquí, orbita la tensión entre el imaginario del retorno, la vuelta y el presente (incierto) de la acción. Pero lejos de una nostalgia new age lo que se trabaja es la percepción temporal como un hoy, la narración como única forma de la acción. Más que tener una mirada, lo que Vanoli hace es adoptar una perspectiva. No hay espectáculo para ver, sino acciones que narrar. Este posicionamiento del yo que narra se ejerce mediante la abundancia de oraciones que arrancan con el verbo conjugado.
Por otra parte, Vanoli espirala las series previsibles de referencialidad y trabaja con una gramática de designaciones. No hay una “Coordinadora”, “dosis”, “Central”, “grupos de afectados”, “compañeros”, “desbloqueadores vaginales”, “diamantes”, “castores” que podamos referenciar transparentemente en el continuum de lo real sino que se trabaja con la designación. Se apela a la connotación que dentro del sistema del texto, y también en el lector, disparen y provoquen esos términos. Pero también generando corrimientos. En “Eugenia volvió a casa”, por ejemplo, la palabra “bebés” es mucho más que una mera metáfora, es el síntoma de un trabajo con el lenguaje que horada la referencialidad del lenguaje mismo y habilita leer “bebés” como un designado que no es unívoco y monolítico (ni en el sistema del texto todos los “bebés” son idénticos entre sí, ni tampoco en el sistema de lecturas “bebés” puede ser leído idénticamente).
Estos mismos mecanismos son utilizados para narrar la forma ciudad: hay un juego entre las referencias catastrales que aparecen en todos los relatos y los desvíos que se provocan sobre ellos, como si la forma de la ciudad también fuera una ficción, una construcción o la literatura misma. En “Funeral gitano”: “El trafico está cortado y la ciudad parece una escenografía, casi no hay luces en los edificios y los semáforos no funcionan”. Y en “Eugenia volvió a casa”: “A nuestros costados, la ciudad se abre como un libro troquelado, con luces bajas, velas, petardos y otros carruajes y autos a pedal, camionetas a pedal llena de chicos hermosos que nunca vamos a saber adónde van”.
IV
A contracara de esta gramática de designaciones, hay una hibridación entre cuerpo, política y sexualidad trabajada en los cuatro textos. En serie con la tradición literaria argentina de asumir las inscripciones políticas en los cuerpos, Vanoli retoma pero corroe este efecto, y aunque trabaja el cuerpo como soporte político de la narración, lo formula desde lo que podríamos pensar como una democracia de los cuerpos.
Por un lado, aparece la liturgia de la militancia, o de las formas posibles de colectivización, pero horadada por una relectura de sus implicancias corporales. En “Funeral gitano”: “La interrumpo y empiezo a hablar del cuerpo del Toro y de la cara de sorpresa que les queda a los fiambres cuando les quitan los ojos, mientras pienso en una sierrita eléctrica que recorta una cráneo de cerámica, la tapa de los sesos que se quiebra en el suelo. Dolores dice que le da asco y empieza a hablar de los afectados que van a juntar el agua sucia de las máquinas que lavan la ropa. Me habla de las orejas mordidas, los cuerpos llenos de cicatrices con cáscaras de sangre que parecen lucecitas”.
En todos los cuentos, los desencadenantes de los conflictos son corporales: en la violencia sobre el cuerpo del cuñado del narrador en “Funeral gitano”, en las relaciones sexuales de los padres que descubre la protagonista de “Varadero y Habana maravillosa”, en el parto de Eugenia en “Eugenia volvió a casa”, en la ¿falta? de un cuerpo en el final de “Castores”.
Este trabajo con la corporalidad se articula con las densidades institucionales y los controles exigidos por ellas. Las formas del control institucional hacen carne en el cuerpo de los textos: en la lista que le piden a Mabel con los nombres de los hombres con los que se acostó, en los chequeos para el ingreso y egreso de Cuba, en el pedido de la narradora a su hermana en “Eugenia volvió a casa”: “Hay que contarle a papá, le digo. Hay que contarle a la policía”.
Y finalmente en “Castores” en la tensión que viven los dos hermanos con los cuerpos de sus padres. Tanto la multivocidad del término “clandestina” como las resonancias de “Fuimos a reconocer los cuerpos” pueden articularse entre el sistema del texto y la serie de la corporalidad (desaparecida) política argentina:
“Nuestros viejos murieron hace más de tres años. Una tarde, al volver del colegio, nos enteramos de que había explotado una mina de excavaciones de las que participaban. Fuimos a reconocer los cuerpos. A papá ni nos lo dejaron ver y mamá había perdido un ojo y los pies. Tenía la cara quemada. La tuvimos unos meses acá en casa, clandestina porque las excavaciones no estaban autorizadas y si la agarraban seguro la metían presa a pesar de cómo había quedado. Fue gracias a los médicos, que firmaron la partida de defunción. Mamá no hablaba, apenas comía. Hasta que murió. Fernando nunca lo pudo aceptar.”
V
Pero quizás la potencia y la posibilidad de estos cuatro relatos resida en la perspectiva de género con la que trabajan. El feminismo en los textos lo podemos pensar en tres formas, las dos primeras necesarias pero no tan interesantes. La primera forma es la literalidad: de los cuatro cuentos que conforman el libro, dos de ellos: “Varadero y Habana maravillosa” y “Eugenia volvió a casa”, son narrados desde una voz femenina, lo cual es una decisión formal habilitante para la centralización de la voz femenina.
La segunda forma es la explicitación: la incorporación de voces que explicitan masculinidades no hegemónicas: “agarro un repasador y me pongo a secar dos o tres tazas que quedan”, “no te hagas drama que esta noche de la comida me encargo yo”, “seco los platos”. O que contrastan los supuestos únicos de la masculinidad: “Los dos sabíamos que haber convivido con dos turistas y que no haya pasado nada era insoportable, si no pasaba iba a haber que inventarlo, de eso yo estaba seguro, de los detalles de Fernando cuando se reuniera con sus amigos”.
Sin embargo, lo más interesante es la tercera forma en que esto se trabaja: la narración del colectivo de mujeres y la consideración de lo femenino como un sujeto de acción. En “Funeral gitano” tanto Dolores, la Negra Carla como Mabel son quienes motorizan la acción. En voz del protagonista: “A la Negra Carla la agarro del hombro y la saco para decirle que el Toro está hecho mierda, que me ayude”. Además, en el mismo cuento se esboza el acercamiento de los varones a la pornografía desde la posibilidad de que ellos mismos también pudieran imitar a las mujeres: “No había mujeres, entonces pusimos la misma porno que habíamos visto diez mil veces. Axel ya se sabía los diálogos de memoria y al principio nos cagábamos de risa cuando imitaba las voces y las caras de las putas al mirar a cámara”.
En la serie que se arma entre “Varadero y Habana maravillosa” y “Eugenia volvió a casa” aparece la mayor solidez de la articulación narrativa del colectivo de mujeres y la puesta en interdicción de sus propias dinámicas y limitaciones. Mujeres que pueden acercarse, más allá del encorsetamiento de “lo” lésbico, sin renunciar a su corporalidad: “Empezamos a movernos. Cierro los ojos y me gusta sentirla cerca, imaginar que sus rodillas se mueven como si estuviesen atadas a las mías. Me acerco y le acaricio los hombros. Apenas. Tamara se pone de espaldas y se mueve, nos rozamos, la música cada vez más fuerte”.
Y mujeres que, aún siendo hermanas, asumen los cuerpos de la violencia: “Me pega una cachetada de lleno en la mejilla y me rasguña la frente con la otra mano. La empujo contra la pared, pero se me tira encima y empieza a ahorcarme, nunca imaginé que tuviera tanta fuerza, por lo gorda debe ser. Hasta que consigo tirarla para atrás y el golpe de su espalda arranca la base del inodoro. Nos asustamos por el ruido y empieza a salir agua fría. Un chorrito de agua helada y sucia que de alguna manera nos tranquiliza”.
En “Eugenia volvió a casa” también hay un audaz intertexto con el “milagro de Navidad”, la virginidad, el parto y la lectura sacrificial del cuerpo femenino. La narrativización de las prácticas discursivas construyen corporalidad y denuncian la no naturalización de la maternidad y de las implicancias de tener un “bebé”: “La cicatriz empieza a abrirse en un movimiento plástico, como de dibujo animado, y veo que de entre las piernas empieza a salirle una especie de albóndiga grasosa que late en el medio de la sangre. Tengo una arcada pero no me queda nada por vomitar. Cuando levanto la vista, la albóndiga está terminando de salir. Todavía late y tiene incrustados unos diamantes perfectos que titilan como si adentro tuvieran un espíritu”.
Finalmente, en “Castores” aunque la trama gire en torno a dos hermanos, son las mujeres las que accionan y desencadenan conflictos: tanto la novia de Fernando, como las dos turistas, como Joana que ejecuta el robo, pero fundamentalmente la ausente/presente madre desde su irradiación de significaciones.
VI
El feminismo que puede leerse en los relatos de Vanoli se articula con una estética aún más decisiva: denunciar la no naturalidad de los vínculos. En la Central en “Funeral gitano” y las infecciones inter e intra familiares, en las parejas espejadas y los padres swingers en “Varadero y Habana maravillosa”, en las hermanas potencialmente aliadas con la mucama en “Eugenia volvió a casa” y en los vínculos entre los hermanos y los turistas en “Castores”.
Las diversas formas de lo social. Lo que Varadero y Habana maravillosa interroga es la cuestión misma de la sociabilidad: cuáles son las organizaciones posibles, qué es ser familia, cómo se construyen los lazos y las relaciones. Quizás en este sentido la obra de Vanoli pueda leerse como “sociológica”: porque no es más que un hermoso ensayo sobre la amistad.
Florencia Angilletta