18/11/08

Virgen gitana


Hacé que la noche
venga

Leonardo Oyola
Mondadori


La literatura policial venía desaprovechando una escenografía imperdible. O cómo llamar de otra manera al halo de misterio que emana de los túneles del subterráneo porteño, terreno fértil para un eventual policial. Distintos mitos urbanos, pero en el mismo lugar, que hasta han impulsado alguna vez a la concesionaria a promover al subte narrando relatos mitológicos. Curiosa forma de posicionamiento de marca, lo cierto es que la literatura (pero no el cine nacional) había dejado pasar la oportunidad de recurrir al imaginario subterráneo.

Leonardo Oyola sitúa su novela cuando la línea D era una mueca de la actual; la política, aun infame, de fines de los `30 junto con la CHADOPyF impulsan la extensión y construcción de nuevas estaciones, llegando en febrero de 1940 a Puente Pacífico, sobre la Av. Santa Fe, hecho que creó una ilusión de falso progreso. La restauración conservadora de fines de 1930 instaura un Estado corrompido, cuando no ausente. Se empieza a gestar la patria contratista, y eso, Oyola no lo pierde nunca de vista. Caracteriza a la policía como alcahuete del poder político y económico, personificado en los reyes magos de la CHADOPyF, embajadores de la corrupción enquistada en lo estatal. Una policía poco preocupada por esclarecer los extraños crímenes que se suceden bajo tierra.

Cuando un obrero del subte, Leopoldo Arenas, aparece muerto, sus compañeros iniciarán una huelga, resistida por la patronal, y punto de partida para que el alma del ingeniero Manzotti se empiece a inquietar.

Aquí la miseria se vive con cierto orgullo. El protagonista, el Tres, no es linyera. Ni rantifuso. Es atorrante hasta el hartazgo, se muestra vanidoso de serlo. Aunque no sabemos del todo si de entre algodones pasó sucintamente a estar entre crotos, la miseria es casi siempre trágica y en esa tragedia existen incluso escalafones, desde los que se exige respeto. Cuando las cloacas eran en Buenos Aires una precaria utopía incipiente, el padre del Tres invitó a dormir a unos vagos a unos caños con la inscripción de su fabricante inglés: A. Torrent. No sólo era su padre, sino también el creador involuntario de un vocablo infaltable en el lunfardo: el atorrante. La jerga de Hacé que la noche venga es siempre apropiada, a veces prodigiosa y admirable; aquí hay muchísima calle, que se transita para después plasmarla por escrito. Pero también los personajes dicen ingenuidades, sin ser inverosímiles. Oyola traza un fileteado de aquella Buenos Aires sin caer en lo barroco. Su apropiada anacronía nos circunscribe a un entorno disímil del nuestro, donde el miedo reside en lo desconocido, y no en el distinto; donde la valentía es un valor intangible. La narración es de un vertiginoso ritmo, así se diluyen misterios y quizás el lector quede más sosegado que lo esperado.

Mientras Clint Eastwood tiene seguramente el mérito de reavivar el western, al autor alguna vez le dijeron que no hacía policiales, sino locro westerns. Y quizás el mayor mérito de Leonardo Oyola sea el de imaginar un escenario salvaje, mágico, en el que unos cuatro –nobles- tipos se sumergen en la estación Canning de la línea D de subterráneos buscando saber de qué se trata aquello que hace desaparecer a obreros, cirujas y serenos. Ni el demonio, ni la mafia contratista, ni animales poseídos que obedecen a las órdenes de un croto-tordo, un esquizofrénico médico devenido en linyera: el temor reside en aquello que no podemos ver, y sobre lo que no podemos influir. Cómo evitar que a uno le produzca cierto escozor tener enfrente a la virgen protagonista del libro, cómo estar esperando un tren en el estrecho andén de Scalabrini Ortiz sin que nos corra un pequeño escalofrío por la espalda. Nadie está demasiado tranquilo cuando del túnel nada viene y nada podemos ver. Lo peor puede pasar cuando la oscuridad, la noche, te respire en la cara. Y la noche es, siempre, muerte.

La música calma las fieras. Y el ingeniero compinche del atorrante termina su historia tocando jazz, una manera de entenderse con pocas palabras. Hay música como banda de sonido de toda la novela, como símbolo de la amistad. Alguna vez le preguntaron a Duke Ellington, enorme compositor, de qué se trataba el jazz. “El jazz no es el qué, es el cómo”-dijo. Oyola se encargó de dejar en claro que sabe cómo hacer las dos cosas.


Aldo Vietri