26/10/07

Terriblemente felices

Terriblemente felices, antología de narrativa brasilera al cuidado de Cristian de Nápoli, editorial EMECÉ, 2007.

Roberto Bolaño, Pedro Lemebel, Rodrigo Rey Rosa y Efraín Medina Reyes son algunos de los tantos escritores latinoamericanos contemporáneos que el lector local, en su paseo por librerías detrás de la novedad o el saldo, a menudo encuentra en ediciones legalmente autóctonas. No ocurre lo mismo en el caso de sus pares brasileños, es decir los escritores que hoy tienen treinta, cincuenta o setenta años de edad, que ya acumulan elogios e insultos en el eje Rio-São Paulo (o están en ello), y que dieron a conocer sus obras una vez que la bossa nova y la arquitectura futurista y el acopio de mundiales de fútbol habían pasado a ser, además de un sello nativo, un aura heredada que ya no necesita, como en algún momento, ni el asombro del artista ni la promoción del intelectual.

No faltará, sin embargo, quien piense que la presencia de una entidad llamada portugués, notoriamente separada de otra entidad a la que vamos a llamar aquí castellano, explica por sí sola esta suerte despareja del libro de narrador latinoamericano actual en el Río de la Plata (y aclaro: tampoco es que las ediciones de autores peruanos o mexicanos abunden entre nosotros). Pero trasladar este asunto tan mentado del “problema de la lengua” a un terreno donde las premisas y las conclusiones no son lingüísticas sino estrictamente editoriales implica creer –y pienso que no exagero– o bien que la tarea de traducir un libro del portugués al castellano es muy ardua y por eso no se puede estar al día con la literatura brasileña, o bien que el trabajo del traductor literario goza –¡sí, goza!– de una paga tan elevada que obliga a las editoriales a pensar dos veces antes de dar a castellanizar. El primer argumento es atendible, sobre todo si lo esboza un traductor de zafados del portugués tales como João Guimarães Rosa o incluso un lector monolingüe que leyó demasiados artículos sobre las dificultades de la traducción. El segundo argumento es una broma.

Por lo dicho, es de esperar que quien esto escribe insista: es un misterio. Si hasta puede ser rentable: sólo hay que pensar una estrategia para el que vuelve “numa relax, numa tranqüila, numa boa” de sus vacaciones portuñolas. Sí, debería haber más traducciones del portugués. El misterio tendrá, como todo misterio, sus razones históricas. Pero lo cierto es que no sólo existe una proximidad fatal de las dos culturas sino que hay, sobre todo, una enorme tradición literaria en el Brasil que no podemos desatender. O, habría que decir, muchas tradiciones literarias, todas ellas de enorme peso: la que arranca por un precursor de Borges como lo es Machado de Assis; la línea del costumbrismo y la sátira donde se destacan Manuel de Almeida, Lima Barreto y, más cerca, Nelson Rodrigues; la literatura de intervención social (realista o no) de Graciliano Ramos u Oswald de Andrade; las ficciones de desestabilización del imaginario de clase media alta (Clarice Lispector); la épica moderna, erudita y oral, experimentalista y refranera, de un maestro como el ya mencionado Guimarães Rosa.

Afortunadamente, buena parte de la obra de todos estos escritores a los que acabo de referirme circula en castellano, al menos en bibliotecas. Quien esto escribe los leyó con mucho entusiasmo durante sus años de universidad pública. Lo cual no significa que esas lecturas hayan surgido de la nada como un placer estético dentro de un hipotético tupperware académico. Por el contrario, son o pueden ser un eslabón más dentro de una cadena bastante generacional de entusiasmos por lo brasileño, una cadena cuya base puede estar en las letras de músicos como Caetano Veloso que uno descubre cuando empieza a hartarse del punk –letras que además citan y rescriben a estos escritores– o, por qué no, en las revistas de historietas brasileñas que cada domingo de finales de los ochenta copaban las plazas y ferias de libros usados.

Lo que no es afortunado –¡y dale con el misterio!– es que este escenario urbano donde una visita de Caetano Veloso equivale a siete conciertos seguidos a sala llena no haya traído aparejado un interés sólido por lo que se escribe actualmente en el Brasil. El propósito de esta antología pasa por ahí: partió de mis ganas personales de investigar la literatura más actual. Que además son las ganas y la curiosidad de un amateur datado –no “dotado”, datado en una época–, que empezó a pagar su monotributo de escritor en estos últimos años. Por eso es que, en la división del libro en tres bloques de cinco autores –tres “pentas”– el comienzo es por los más jóvenes. Es una división meramente fundamentalista, a priori, basada en los planes de mi experiencia de lector que hizo el camino ordenado, el que le brindó la universidad, hasta los años sesenta y quiere, para ponerse al día, saltar directamente a los libros de la era Lula. Y que de ahí va interiorizándose en los noventa, los ochenta, para acabar descubriendo maravillas como los cuentos de Sergio Sant’Anna o João Gilberto Noll, y para constatar también algo que conocía a medias: la existencia de otras generaciones de escritores desconocidos para el lector hispanohablante, que irrumpieron en los sesenta o a fines de los cincuenta conformando una escena importantísima que logró ampliar la cantidad, siempre limitada, de lectores de literatura. Ellos son Rubem Fonseca, João Antônio, Hilda Hilst, Loyola Brandão, Dalton Trevisan, Raduan Nassar, Silviano Santiago y muchos otros. Son los grandes narradores brasileños contemporáneos nacidos antes de 1940, y sus cuentos estarían incluidos en este volumen si no fuera porque al capricho de empezar por lo último le siguió la necesidad práctica de terminar en algún lugar. Ojalá un segundo volumen o, más justo, un primero, permita llegar hasta donde la palabra “contemporáneos” remite al menos en su sentido biológico.

Y así como un corpus que calase más hondo en el tiempo habría demandado al menos dos años más de investigación, otro redoble, esta vez en la cantidad de páginas, habría dado como resultado un volumen del objeto-libro próximo al “ladrillo” que afortunadamente hoy vuelve a estar de moda, sólo que como moda más cara que un teléfono celular. Claro que había una alternativa pluralista al ladrillo: incluir más autores con menos páginas para cada uno. Pero ahí el problema es de principios: se trata de privilegiar la sumersión por encima del zapping, la intensidad por encima del vistazo. Y, salvo en los haikus, la intensidad no viene en sachet. Es en la suma donde se ve la originalidad de un narrador: qué busca cuando se repite. Por eso la idea previa de este trabajo fue incluir dos cuentos por autor, no solamente uno, de los cuales uno sería propuesto a elección de cada uno de los escritores convocados, y otro elegido por el organizador –finalmente así se hizo en la mayoría de los casos. También se trató siempre de elegir relatos sin traducción previa al español –puesto que algunos hay, sobre todo en internet. Sólo en un caso, el de Ivana Arruda Leite, hay más de dos cuentos; autora de espléndidos microrrelatos, aquí se presentan varios de ellos reunidos bajo el título “Broches”, a los que le sigue un relato de extensión “normal”.

El típico prólogo posmo que no habla del libro. No, espero que no. Ocurre que, para los prólogos de antologías, la tradición impone un protocolo que es la reafirmación del mérito y el talento de cada uno de los escritores incluidos en el libro; aquí el lector encontrará una gesticulación moderada, acorde a lo poco que esos cuentos y sus cuentistas me necesitan. De modo opuesto, cierta vanguardia nos propone, a juzgar por una que otra antología reciente, que queda bien contratar a un prologuista para que diga “no leí a los autores aquí reunidos, pero si están acá es porque son buenos”. Éste tampoco va a ser mi caso, en principio porque no los leí sino que los devoré y rumié y volví a devorar, así como también leí a muchos otros narradores que deberían integrar esta selección: desde Wilson Bueno o Marcelo Mirisola a los más jóvenes como Andrea del Fuego, Daniel Galera o Índigo. Esto que hoy llega a manos del lector hispanohablante es el resultado de un trabajo y una fascinación previos, que ya viene dando pequeñas muestras del excelente nivel de la narrativa brasileña actual en editoriales como Eloísa cartonera y revistas como la especializada en cuento latinoamericano Mil mamuts: espacios donde un traductor o un divulgador de mi generación, acostumbrado a pensar la noción de trabajo en una misma familia de palabras con “lotería” o “marea”, aporta su grano de arena a la ampliación de una biblioteca sudamericana al tiempo que explota todos los intereses, los recovecos de capitalización y las usuras imaginables excepto la de hacer plata ya.

Estos quince narradores aquí reunidos ya han dado suficientes muestras de talento en su propio país. Prácticamente todos ellos han publicado también novelas, varias de las cuales fueron llevadas al cine. Por suerte se abre hoy una brecha y algunas editoriales han comenzado a encarar la traducción de algunas de esas novelas. Seguramente estos cuentos van a atrapar al lector por la originalidad con que abordan el presente –la alienación urbana, la “terrible felicidad” doméstica, las dificultades del hacer– y porque tienen la obsesión, el rigor y la poesía que caracteriza a lo mejor del género cuento. De modo que sólo me queda, haciendo uso desleal de una expresión del brasileño de la calle, “forzar la barra” y asegurar que, a la par de estos cuentos, hay otros relatos y novelas, de los mismos autores y de otros, que valdría la pena encontrar y devorar.

Por último, algo sobre la traducción. En el original del cuento “Algo, urgente” –Alguma coisa urgentemente– de Noll, un vendedor de panchos le pregunta al niño protagonista cuántos hermanos tiene. A la respuesta del niño, “siete”, el vendedor de panchos concluye: “teu pai manda brasa, hein?”. Estuve unos días pensando cómo traducir la expresión “mandar brasa”, hasta que asumí que el contexto ya dice o da una idea de lo que significa. Y, sobre todo, asumí que es una expresión hecha con palabras que también son del castellano. Domesticar esa expresión en una forma equivalente del registro callejero porteño hubiera sido muy fuerte, sobre todo tratándose de un cuento que no está todo escrito en lenguaje coloquial (y que por ende no obliga a domesticar para entender). Mi conclusión fue: mejor dejar que el original mande brasa y no que la traducción mande fruta. “Tu viejo manda brasa, ¿no?”.

Una motivación similar da vueltas en torno a la expresión trocador de omnibus (en un cuento de André Sant’Anna), que remite a los muchachos encargados de cobrar en los colectivos. Entre nosotros no existe el trocador, existe la máquina, o sea que no hay una palabra vigente para referirse a ello. Para traducirlo, opté por una promiscuidad típica del “portuñol playero”, el portuñol sin mezcolanzas gramaticales, sólo léxicas, que hablan los argentinos de vacaciones en Brasil –el famoso “mechar palabritas”, el “quiero un abacaxi”. Y traduje “el trocador del colectivo”. No es portuñol, o es otro portuñol, ni el de la Triple Frontera (donde no vivo) ni el de la literatura en portuñol (que me gusta, pero no la sigo).

Todo esto tiene un punto de vista. Al igual que la mayoría de los traductores, no encuentro que éste sea el lugar para el portuñol entendido como osadía literaria contra la sintaxis, pero, a diferencia quizás de otros, no me gusta traducir totalmente a otro idioma cuando es una traducción del portugués al español. Pienso lo siguiente: el impacto de leer al peruano Oswaldo Reynoso o al colombiano Andrés Caicedo seguro tiene que ver con el talento para presentar una historia; el gusto de leerlos tiene, además, y desde acá, mucho que ver con la presencia de frases como “sus labios sabían a fruna” o “apenas sapió Rizo yo me le acerqué y le di durísimo, para después seguir achilándolo unos días”. Como en todo, hay un riesgo: convertir un elemento normal del texto de origen en un elemento raro en la versión. De ese riesgo me hago cargo; estos cuentos están traducidos, por momentos, más bien a un virtual español que se habla en Brasil. No pongo tantas fichas en un lector que no quiere darse cuenta de que esto es una traducción (uy, el tipo de frases que después te hacen pagar). Y lo hago así en función de lo que creo es el placer, y de cierta política de acercamiento. Aclaro, sin embargo, tal como ya lo di a entender, que no hago de esto un sistema; ahí donde el original es muy coloquial y muy esquivo a la parte del portugués que “se entiende bastante bien”, ahí el traductor se despacha con equivalentes. Es lo que ocurre en los cuentos de João Filho, donde la jerga callejera de Bahía convive con el portugués más refinado y ambos registros se fusionan, muchas veces, en una misma palabra inventada por el autor.

Cristian De Nápoli
Buenos Aires, enero de 2007