23/9/07

Maldita TV

por Javiera Pérez Salerno


La maldición de Jacinta Pichimahuida
Lucía Puenzo
2007
Interzona



1– Año Puenzo
Este 2007 merecería ser el año de Lucía Puenzo. Si bien cuenta con un currículum de larga data como guionista de cine y TV (Disputas, Sangre Fría, Tiempo final, entre otros) y escritora (El niño pez y Nueve minutos) sus últimas dos apariciones en el medio cultural parecen haber dado en la tecla del gusto del público argentino y mundial: su ópera prima, la multipremiada película XXY, y su nueva novela La maldición de Jacinta Pichimahuida.
Tal vez su hallazgo más exitoso resida en estar convirtiéndose en una observadora perspicaz de su medio encontrado nuevas formas desde donde encarar temas ya largamente transitados –aunque como su obra lo indica, no agotados– como las diferencias sexuales y la televisión.


2– TV y literatura
De Marcelo Marcote a la “chancles” de Grande Pá, nuestro país cuenta con diversos casos de niños prodigio anclados en personajes que se convierten en referentes; víctimas de un único éxito. El trabajo infantil en la televisión, la competencia de los padres detrás de cámara y los vaivenes de la psiquis de chicos condenados a ser estrellas son los temas que aborda la novela, apoyada en diálogos para los que Puenzo no dejó de tomar herramientas de su experiencia en cine y de su profesión de guionista. Ella misma cuenta en diferentes entrevistas que durante años atesoró situaciones y personajes propios del backstage de los sets de filmación a la espera del momento de convertir todo eso en materia literaria.





3– Señorita maestra
Todos conocemos los acontecimientos trágicos que envolvieron al recordado elenco de Señorita Maestra. La prensa se encargó de anoticiarnos, tiñendo cada uno de los infortunios con esa casi jocosa melancolía que trae el destino cuando parece equivocarse. Los suicidios de Etelvina (la rubia consentida de la serie) y de Cristina Lemercier, el fallido atraco a un maxikiosco seguido de muerte y prisión de Cirilo y Siracusa, conforman esa clase de noticias que en principio pasman, pero que luego derivamos hacia algún lugar lejano del cerebro hasta que salen convertidos en comentarios graciosos de alguna reunión marihuana. Puenzo las retoma y narra su novela basando sus procedimientos en el cruce entre ficción y realidad, un recurso clásico en la literatura desde Don Quijote. El mecanismo, lejos de parecer poco novedoso, se transforma en el material principal de la novela; su hallazgo más interesante es la forma en que hilvana estas tragedias reales, en las que es central la confusión de personaje y persona, a través de la figura del Autor –con mayúscula– que, lejos de descansar en paz, pareciera seguir guionando a sus criaturas literalmente hasta el final.


4– La maldición de Jacinta Pichimahuida

La historia parte del encuentro de un ex futuro posible niño prodigio y extra suplente de la segunda versión de Señorita Maestra –Pepino– con Twiggy, una chica extremadamente flaca y de Barrio Norte. Aunque de truncada carrera en el espectáculo (en el casting para Cantaniño la “aplastó” Lorena Paola), ella también tiene en su haber un record infantil: ser una de las “primeras nenas narcotizadas con Ritalina durante décadas”. Outsiders incomprendidos por un mundo que empieza en la propia familia, recorrerán un camino en el que lo que es real y lo que no se entrecruza hasta confundir y perturbar. A la vez que logra puntos altos de comicidad, la obra también llega a rozar lo “siniestro” de la manera en que Freud lo describió: certezas infantiles que encuentran escalofriantes confirmaciones en el presente adulto.
El vaivén narrativo entre la infancia y el presente será el motor que ponga en marcha un juego de coincidencias y le de a la obra una estructura que pone en evidencia el parentesco de la literatura con el cine según el modo del montaje de escenas. No sólo el presente de los personajes está entrelazado, sino también sus pasados: Pepino saliendo del canal junto al elenco de la serie, Twiggy entre las cinco mil personas que aguardaban enardecidas en la puerta del canal.
Como si estuvieran eternamente presos de la máquina de Morel, los personajes de la novela de Puenzo están proyectados psíquica y hasta físicamente en el pasado de Señorita Maestra ; de eso viven y de eso se alimentan: Pepino conserva la estatura de un chico de quinto grado –nunca pudo superar el metro cincuenta y pico– y Palmiro Caballasca se convirtió en una mole con cara de nene. Paralelamente, todos viven apegados a los nombres que Santa Cruz ideó para ellos. Así se hacen llamar y así se construyen a sí mismos. La única que parece haber escapado de este destino es la traviesa “Meche” de la serie, tal vez por el juego mismo de los nombres: lleva la “Gloria” (Carrá) en su DNI. El desafío para estos personajes será, entonces, buscar la forma de salir de ese destino que no fue, para empezar a vivir una vida real.



5– “Escríbame la vida, Santa Cruz, se lo suplico.”
Poderoso, enérgico, solitario, caprichoso. Así es Abel Santa Cruz, el director de la serie televisiva: un dios que tiene en sus manos el poder de dar vida o quitársela a cualquier personaje que llega a su máquina de escribir. Pero a la vez es también un guionista aburrido que necesita ir más allá de los propios límites de la profesión. Cuando el éxito del programa le confirma que está cerca de alcanzar su secreta utopía sarmientina “catapultar la educación argentina por encima a la cima del mundo, elevar los índices de la inteligencia”, necesita un nuevo juego. Y ahí es donde Pepino deja de ser extra para pasar a ser protagonista: en un pacto privado con el pequeño Pepino, Santa Cruz comienza a guionar, a darle línea a los diálogos no sólo de la serie, sino de toda su vida.
Cuantas veces hubiéramos deseado que alguien nos guionara la vida, alguien que tomara por nosotros la decisión correcta. A ese juego se presta Pepino, quién en su vida volvió a sentirse tan seguro como cuando era el maestro el que le proporcionaba la clave para escapar de sus miedos y debilidades. Muchos años después, ya pisando los treinta, el autor le vuelve a dar la chance de convertirse en protagonista poniendo fortuitamente en sus manos un guión fragmentado salido de su inconfundible Remington, que lo ubica en el lugar de hermeneuta de los destinos trágicos de los personajes de la serie. Ahora sabe lo que pasó, conoce la maldición, aunque sólo Twiggy pueda creerle. El último regalo de Santa Cruz será el mas importante: le dará el poder de tener en sus manos los pedacitos que forman la verdad de esos destinos.

6– ¡Felicitaciones, Jacinta!
En 1966, el éxito de la primera versión del programa “Jacinta Pichimahuida”, en la casi recién nacida televisión argentina, era incendiario. La promoción gráfica de la época es más que elocuente[1]: en ella se ve el perfil de la primera Señorita Maestra, Evangelina Salazar, sosteniendo en sus manos una carta del Consejo Nacional de Educación dirigida a Alejandro Romay (!). Se lo felicita por “el acierto de un programa que congrega a padres e hijos para evocar y vivir problemas comunes” y llama a los maestros a recomendar la serie. Un aval oficial nada desdeñable que, si bien está empujado por el éxito de la puesta de un canal estatal, también puede leer como un lejano antecedente de lo que puede ser la ficción cuando es un éxito: traspasar todas la fronteras del pacto con el televidente y ocupar un lugar legitimado en la vida social de un país cualquiera.

El francés que quiso escandalizar al mundo con la idea de que “la guerra del Golfo nunca existió”, Jean Baudrillard, ha estudiado largamente la relación entre realidad y medios de comunicación. Dice que lo que percibimos a través de los medios es, en verdad, una realidad mediada, una hiperrealidad, donde la reproducción –y no su objeto– es lo único que tiene entidad de verdad.


En La maldición… se ve a la hiperrealidad funcionando de una manera duplicada: por un lado, mostrando la trascendencia de aquella serie de la tarde en los acontecimientos de la vida de un país que se paraliza por el éxito y que no la quiere dejar que se diluya en su memoria porque le ha tomado el gusto a empaquetar, etiquetar y archivar. Pero además, por otro lado, cómo esa hiperrealidad se puede convertir en tu realidad, si te tocó en la vida la desgracia o la fortuna de ser un niño prodigio, el cuerpo de la fusión entre persona y personaje. El primer síntoma de esto lo sufrirá Pepino en carne propia cuando le llegue su primer bolo. Para desesperación de su madre, el niño se niega: “en la vida real nadie entendía que Pepino no era Pepino. Ni siquiera él”. Las fronteras se confunden, los límites se hacen difusos.

Entrelazados con un trabajo sobre las relaciones madre–hijo, padre–hijo y madre–padre, la seducción y el poder, las aspiraciones y lo berreta, la novela de Puenzo pone en constante manifiesto los lazos que se crean en el imaginario social más allá del programa de TV que concluye después de la merienda, o del libro que se cierra cuando leemos la última página. Pero también es la historia de la manera descarnada en que la TV arroja personajes a la intemperie una vez que el reflector del éxito deja de enfocar a algunas personas para enfocar a otros personajes.


Como para los participantes de los realities shows (¿quién se acuerda hoy de los integrantes del Gran hermano de hace… dos meses?), el camino tiene un final: dejar la vida dual a la que fueron empujados desde el momento en el que se terminó de grabar el último capítulo para volver a ser uno. “Crecer es dejar de ser una promesa”, dice Twiggy. Tal vez el libro de Puenzo sea una manera de despejarles el camino o el antídoto capaz de destruir la maldición.



[1] 233 publicidades gráficas argentinas del siglo XX, Ed. del Nuevo Extremo, Buenos Aires, 2004