Por Alberto Giordano
Dos Relatos porteños, de Raúl Escari, ed. Mansalva, 2006
En uno de sus extraordinarios ensayos sobre el modernismo, dice Ángel Rama que aquel fue un tiempo de desenfrenado egotismo como no volvió a verse. El principio decadentista de la exaltación de sí mismo potenció hasta la exacerbación el culto romántico al yo y los artistas, concientes como nunca antes de su singularidad, se dedicaron, con disciplina o liviandad, según el caso, a la transmutación de sus vidas en obras de arte. Un testimonio, entre otros que se podrían ofrecer, de la fuerza con que se impuso entre los escritores de la época la creencia en que la propia personalidad, por lo que tenía de excepcional y de superior respecto de la vulgaridad circundante, podía servir como tema para la edificación de un monumento literario, lo da la presencia, por primera vez dentro de las literaturas de habla hispánica, de un conjunto de diarios de escritores (los de Rufino Blanco Fombona, Federico Gamboa, José Juan Tablada, José María Vargas Vila y Ángel de Estrada) en los que la autofiguración morosa, a través del registro de gestos, sensaciones o gustos inusuales, prevalece sobre cualquiera de las funciones morales y prácticas en las que se sostenía hasta entonces el ejercicio del género.
Reflexionando sobre el marcado giro autobiográfico que tomó la literatura argentina en los últimos años, un movimiento perceptible no sólo en la publicación de escrituras íntimas (diarios, cartas, confesiones) y en la proliferación de blogs de escritores, sino también en relatos, en poemas y hasta en ensayos críticos que desconocen las fronteras entre literatura y “vida real”, nada cuesta imaginar que cuando los historiadores de la cultura tengan que caracterizar nuestro presente podrán decir que fue un tiempo en el que se volvió a ver un egotismo tan desenfrenado, y a veces tan productivo, como el que signó al modernismo del otro entresiglos. Podrán decir también que nuestros egotistas ya no tuvieron que posar de exquisitos y sofisticados para resguardarse de la vulgaridad, porque después de décadas de cultura pop habían aprendido que con banalidades extremas e irredimible mal gusto también se pueden crear auténticas obras de arte (que la exhibición de algunas vulgaridades íntimas puede servir muy bien a la empresa de convertir en obra la propia vida). Y seguramente notarán que, como ocurrió con los del modernismo, entre los dandys de la época de la cultura de masas hubo quienes se limitaron a “poner vanidad en el talento” y otros que sí lograron “poner talento en la vanidad” (la alternativa la planteó Manuel Ugarte para amonestar a Vargas Vila). Quede para el juicio de la posteridad la tarea de identificar los autores que pertenecerían al primer grupo, nuestros “Divinos”. Los del segundo se distribuyen en una secuencia temporal que se abre, a mediados de los noventa, con Un año sin amor. Diario del Sida, de Pablo Pérez y llega, por el momento, hasta Dos relatos porteños de Raúl Escari.(1)
El de Escari es un libro de memorias fragmentario y discontinuo, compuesto por algo más de cincuenta textos breves (de entre dos y tres páginas la mayoría), que el autor presenta como una especie de “mosaico autobiográfico”. Antes de leerlo, y antes de leer la entrevista que le hizo María Moreno para presentarlo en sociedad (una entrevista notable porque logra lo que se proponen todas las del género y rara vez consiguen: despertar en el lector la curiosidad por la obra a través del registro de la voz, y no sólo de las opiniones, del autor)(2), Raúl Escari era, para la mayoría de los lectores argentinos que conocían su existencia, además del realizador de un mítico hapenning en los tiempos de la mítica vanguardia porteña del los años sesenta, uno de los personajes de París no se acaba nunca de Enrique Vila-Matas, “el gran Raúl Escari”, una especie de consejero oracular que acompañó la iniciación del escritor catalán durante los años de bohemia juvenil que compartieron en la “Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria” (la efusión es de Rubén Darío y vale, sobre todo, por la resonancia irónica que cobra gracias al anacronismo). Después de leer Dos relatos porteños sabemos que ese Raúl Escari hiperliterario, de una inteligencia y un ingenio superiores, que casi no abre la boca más que para apropiarse de un aforismo de Kafka o para citar a Oscar Wilde, afortunadamente poco tiene que ver con el Raúl Escari autobiográfico, el “verdadero” según uno de los principios que habría guiado la composición del “mosaico”, el real de acuerdo con la intensidad con que lo presenta una escritura que a fuerza de no pretender ser literaria produce el más literario de los efectos, “el efecto de ‘otra’ literatura”.(3) (Como algunos otros de los que participan en lo que llamamos “giro autobiográfico”, el libro de Escari se sitúa en los márgenes ambiguos de la institución literaria y desde esa posición inestable, menos por voluntad de confrontación que por sabia indiferencia, ligeramente la impugna. En un ensayo resiente que circula por varios weblogs, Josefina Ludmer llama “literaturas postautónomas” a estas que se instalan en un régimen de significación ambivalente y ocupan, respecto de la institución literaria, una “posición diaspórica”: al mismo tiempo, ya están fuera y todavía dentro. Estas escrituras del presente no se dejarían leer (no se deberían leer) estéticamente porque sus modos de existencia vuelven anacrónicas las distinciones entre buena y mala literatura, entre lo que es y no literario y entre realidad y ficción. Como advierto que en mi lectura de Dos relatos porteños intervienen criterios y conceptos críticos que Ludmer juzgaría, con razón, estéticos, pienso que en algún momento tendré que pensar cuáles son las razones de mi perseverancia en el anacronismo.)
Cuenta Escari en el Prefacio que los primeros cinco o seis textos los escribió independientemente sin una finalidad precisa y que recién cuando entrevió la posibilidad de combinarlos elaboró un programa de trabajo que no abandonó hasta terminar. La presencia de una voluntad constructora reflexiva es perceptible tanto en el encadenamiento de cada texto con el que lo sucede como en la articulación entre unidades mayores (las secuencias temáticas del tipo: los recuerdos de infancia, los hábitos del presente, las anécdotas de los amigos). Pero aunque la coherencia y el ritmo de las asociaciones quedaron garantizados, el encanto de lo involuntario, de lo que carece en principio de intenciones y se despliega a partir de un impulso fortuito e inmanente, igual persiste a lo largo del libro y le da a cada fragmento la apariencia feliz de lo inacabado (la apariencia que toma la vida cuando es lo que nos sucede). La de Escari es una prosa conversada y su arte, el de un causer que sabe mantener tenso el hilo de la conversación porque aprendió, seguramente en la infancia, que no basta con que la anécdota resulte curiosa o la reflexión ocurrente para que el otro se divierta: lo esencial es haberse inventado un tono (que es tanto como decir, haberse inventado uno mismo como diferente e interesante) capaz de entrar a escena en cada charla para convertirla en una performance. La presencia continua del tono de Escari, un tono en el que coexisten la expansión y la reserva, la inocencia y la sabiduría, el tono de una loca que quería vivir en las palabras y así fue como se convirtió en princesa, transforma cada entrada del álbum personal en un experimento. “Hoy les voy a contar a qué jugaba cuando era chico”; “Hoy, cómo transcurren mis mañanas”; “Hoy, cómo fue que un día me peleé con Copi”. Y si el lector responde siempre con la misma atención, no importa qué tan significativo sea el tema de la charla, es porque sabe que la anécdota resultará divertida y el recuerdo encantador, pero sobre todo porque espera volver a entrar en el movimiento de esa voz.
El programa de trabajo que adoptó Escari cuando descubrió que lo que estaba haciendo tenía futuro de libro, supone, por una parte, un compromiso moral (en el sentido barthesiano de una “moral de la forma”) y, por otra, la observancia de dos reglas éticas. La escritura tiene que ser “plana”, neutra, como la de Pablo Pérez dice, para evitar la recaída en imposturas literarias. A este despojamiento de cualquier convención que pudiese funcionar como signo literario se asocia la voluntad declarada de operar como los artistas pop: aplanando las diferencias culturales, para que entre el relato de una conversación con Marguerite Duras y una reflexión sobre la costumbre terapéutica de tomar diariamente tres litros de Coca-Cola no se establezcan jerarquías. Aunque hay momentos en que el compromiso pop deriva en pose camp, como cuando intercala el nombre de Ben Molar en una serie de traductores talentosos que incluye también los de Borges y Pezzoni, y aprovecha la ocasión para “rendir de paso un sincero homenaje” a Gina María Hidalgo; aunque a veces tiene que reestablecer la diferencia entre lo culto y lo masivo para jugar a suprimirla, advertido como está de la dimensión política de esos juegos (4), Escari consigue que todos los temas de su conversación valgan más o menos lo mismo y que ese valor no dependa de criterios trascendentes sino de la fuerza con la que se imponen como vitales.
La primera regla ética, porque se deriva de lo anterior, también procede de los ejercicios literarios de Pablo Pérez, maestro paradójico: la escritura de la propia vida debe regirse por un criterio de verdad. “Todo lo que escribí es cierto”, dice Escari, y no se trata de que no haya mentido (problema moral), sino de que en ningún momento quiso hacer literatura a costa de sí mismo y pasar por un “gran escritor”. En tiempos en que todos repiten, como el otro Escari, que “una autobiografía es una ficción entre muchas posibles”(5), resulta prometedor que alguien vuelva a hablar de la verdad sin apurarse a repetir el lugar común de que tiene estructura de ficción. Abusamos tanto de la palabra “ficción” que terminamos reduciendo su sentido al de artificio o artefacto retórico, y así fue como nos olvidamos de la verdad, que es lo que realmente nos importa cuando se trata de seguir el paso de la vida (que es siempre la de alguien intransferible, aunque no le pertenezca) por las palabras. ¿Qué podría ser un ejercicio de la verdad que no se redujese a la voluntad de querer decir cosas verdaderas? Ahí está Dos relatos porteños para dar una respuesta en acto: una experiencia de los límites de lo comunicable. Escari actúa como si pudiese contarlo todo, porque responde al criterio de verdad que lo lleva a no jerarquizar los temas: cuenta cómo acabó por primera vez pensando en un tío, qué drogas prefiere y cuales detesta, lo que le contó Miguel Abuelo cuando lo tuvo de huésped en su departamentito parisino y hasta la fellatio desafortunada que una vez le practicó a Pablo Pérez. Lo único que no cuenta, porque no puede, como si temiese que la escritura fuese a revivir o incluso a intensificar las fuerzas destructoras, es el amor “terrible” que lo ligó para siempre a Copi y el dolor por la muerte del hermano mayor. Los dos acontecimientos quedan aludidos en su excepcionalidad, pero como algo que todavía se resiste a ser abordado directamente. Alrededor de ellos se suspende la asociación dichosa de reflexiones y anécdotas y la impotencia queda señalada por el laconismo de algunas frases: “siempre vivimos cerca Copi y yo”; “Sacarlo de quicio era un juego, bastante insoportable, que le jugué mucho a mi hermano. Y lo lamento.” Estas epifanías silenciosas, acaso los momentos más conmovedores del libro, nos confrontan con lo que el autobiógrafo descubre por atenerse al deseo de no convertir su vida en una historia literaria, ni siquiera fragmentariamente: la no-verdad de los afectos íntimos, eso que no se puede contar porque algo lo impide, es lo que cuenta.(6)
La otra regla que observó Escari para componer Dos relatos porteños es la de escribir diariamente, estableciendo como referencia temporal de lo que se cuenta cada día los sucesos o los estados de ánimo de ese mismo día. Lo importante es no volver sobre un texto ya escrito para corregirlo si en uno posterior se plantea una contradicción o un equívoco. Así es como se evita el error de tantos relatos autobiográficos en el que la reconstrucción lineal y coherente produce un deplorable efecto necrológico: de tan idéntico al que llegará a ser, pongamos por caso, un escritor consagrado, ese niño que juega en el patio de la casa familiar parece sin vida. La apuesta de Escari tiene que ver, precisamente, con mostrar la distancia actual consigo mismo para que el mosaico que va componiendo no adquiera, por la imposición de un centro, rigidez e inmovilidad. Por eso la regla no es meramente práctica, tiene un alcance ético y se enuncia así: “respetar el transcurrir natural de una vida, con sus contradicciones y vaivenes.” Más o menos lo que se puede leer en el Diario de los hermanos Goncourt, cuando Edmond argumenta la superioridad de este género sobre las memorias: sólo una escritura capaz de registrar cómo cambian y se modifican las personas puede “representar la ondulante humanidad en su verdad momentánea.”(7)
Aunque algunos textos adopten la forma de entradas (“Esta mañana, martes primero de marzo, llamé a María Moreno…”; “Hoy, 15 de abril de 2006, murió Pablo Suárez.”), no se puede decir que Dos relatos porteños sea un diario, pero sí que comparte con los diarios la orientación hacia el presente más que hacia el pasado, porque se fue escribiendo como un ejercicio de intensificación de la vida, indiferente a cualquier proyecto de reconstrucción. Cuando Escari recuerda sus dramatizaciones infantiles, o el juego de los inventos que un día le valió el elogio de un amigo de su hermano, además de fijar en las páginas del álbum de la memoria algunos episodios significativos, pone a prueba sus posibilidades de revivir hoy esas experiencias, de vivirlas como nunca antes, bajo la presión de los afectos que lo habitan y lo mueven mientras las escribe. La loca que no pudo realizar su vocación teatral se reconoce en el histrionismo y las rabietas infantiles del niño Scaricabarozzi porque le gusta pensar, sin ánimo de provocación, que ya estaba presente en esos arrebatos (“No se llega a ser loca, dice: loca se nace”). Pero al mismo tiempo, más acá de cualquier afirmación narcisista, se descompone y se reinventa en la escritura de los recuerdos porque el tono con el que rememora presentiza el misterio de la indeterminación original: lo que todavía conmueve del niño que juega a seducir y a fastidiar a los mayores, tan diestro en su métier, es que no sabe por qué lo hace, como el que escribe no sabe ni podría saber de dónde llegan esas palabras planas capaces de revivir lo que nunca ocurrió. ¿Llegarán de nuevo mañana, cuando se disponga otra vez a escribir?
La vida de Escari, según lo que se puede reconstruir, es generosa en desplazamientos, ocupaciones y encuentros. Están sus logros juveniles en el Instituto Di Tella antes de viajar a Francia; los treinta años de residencia en París, en los que trabajó como periodista en Radio Francia Internacional y en algunos medios gráficos, años en los que, además de muchas otras cosas, viajó a destinos exóticos y vivió su homosexualidad como no lo hubiese podido hacer en Argentina; finalmente, está el regreso a Buenos Aires y este presente de escritor con miras a convertirse “de culto”. Y siempre, en todos los lugares y edades, amigos célebres (que no lo fueron gracias, pero tampoco a pesar de esa condición): los de la juventud en Buenos Aires, Ricardo Piglia y Pirí Lugones; los de París, Copi, Vila-Matas, Marguerite Duras, Barthes, Sarduy y Antonio Segui. A esta lista larga y sorprendente se agregan, después del regreso, los nombres de Maria Moreno y otros dos mentores literarios, Pablo Pérez y Daniel Link. No cuesta imaginar qué memorias voluminosas se podrían haber escrito, con un poco de disciplina y destrezas técnicas, desplegando y trenzando los hilos de esta vida. Escari prefirió pulverizarla, para que la intensidad y el encanto prevalezcan sobre el valor testimonial. Dos relatos porteños es una “biografía pulverizada” (la expresión pertenece a Sarduy) en las que las secuencias de la historia personal apenas si están esbozadas, presupuestas como horizonte de inteligibilidad, para que los recuerdos y los apuntes del día, bajo la apariencia de discretas “viñetas”, cobren fuerza de epifanías. Como Proust (leerlo era a veces un ejercicio preparatorio), Escari supo confiar en el olvido, no sólo no se le resistió, sino que se encomendó a su labor aniquiladora. Así, los años de la infancia se disgregan en unos pocos gestos y escenas y en un único espacio, la casa familiar de la calle Rivadavia (el deseo de viajar lejos podría ser un correlato de este encierro voluntario). La madre queda en un segundo plano, desplazada por la complicidad de dos tías solteronas (¿siempre hay tías animando la infancia de las locas?) que fueron las mejores espectadoras de las extravagancias del niño-dandy. La ausencia del padre, muerto a sus siete años, es un vacío sin resonancias. Del corazón secreto de esta edad mágica y terrible proceden el placer infantil de hacer reír a los demás y una melancolía discreta, que ni se nombra ni se dramatiza, pero que le da al conjunto de los textos una leve coloratura sentimental. La perfomance cómica, que fue primero un modo de expresar el amor al hermano (“Hacerlo reír era para mí uno de los mayores placeres del mundo. Lo siguió siendo hasta su muerte.”), se convirtió después en un don, un presente que alegra la vida de (y junto a) los amigos (gracias a su transmutación en literatura, los lectores incógnitos de Dos relatos porteños también recibimos este regalo). La melancolía es tal vez una huella del desprecio y los rechazos que habría sufrido la loca desde muy temprano, de sus luchas solitarias contra el resentimiento cuando todavía no contaba con el escudo protector de la amistad. Según una teoría de Escari (la clase de teoría que los heterosexuales suspicaces tendemos a considerar una idealización, pero habría que ver), la “amistad gay” es un vínculo sereno, una apertura al bienestar y la alegría, que instaura un espacio liberado de las injurias y las agresiones que sufren los homosexuales a lo largo de su vida.(8) Dos relatos porteños se propone como la prueba autobiográfica de la consistencia de esta teoría.
Uno de los recursos más poderoso con los que contaba Escari para componer unas memorias abultadas y llamativas es el acopio de amistades célebres, un material tan excepcional como peligroso, porque si se lo manipula con poca sutileza termina por aplastar el rostro del autobiógrafo –eso que nunca se nos da del todo- bajo el peso de una máscara deprimente, la del que pretende usufructuar de la fama ajena. El trabajo de pulverización y aplanamiento que realiza la escritura sobre ese material tan delicado es de una eficacia singular, si tenemos en cuenta la resistencia que puede ofrecer: a través de unas pocas anécdotas íntimas o un gesto que otros tal vez no hubiesen percibido, las personalidades del mundo intelectual o artístico aparecen en primer lugar como personajes del mundo de Raúl Escari porque el tono de su prosa conversada modula la aparición. Así, Sarduy es el de la vez que se le abrieron las puertas de un prostíbulo en Tánger porque mencionó el nombre de dos viejos amigos de la casa, Foucault y Barthes. “-¿Cómo están los profesores?”, preguntó el portero, vencida la desconfianza. La ocurrencia de Manolo es el verdadero protagonista de esta anécdota que Lady S.S. contaba, seguramente, para alegrar a los colegas. Copi es el despliegue infantil de un “espíritu investigador” que podía entontecerlo, como cuando se quedó esperando ver el crecimiento de unas flores, o llevarlo a conclusiones irrebatibles (“No veo cuál es el interés de volverse adulto.”). Y Barthes, siempre tan pudoroso, el de la sorpresa y la alegría cuando una noche escuchó que lo citaban en una película que, de no mediar la insistencia de los amigos, no hubiese ido a ver. Desbordado por la dicha repentina, golpeó con la mano la rodilla derecha de Sarduy y la izquierda de Escari, pues estaba sentado entre los dos. El recuerdo de este gesto fugaz y amable de un cuerpo en estado de felicidad potencia su encanto cuando se lo aproxima al de otro golpe de mano sobre una rodilla amiga, el que una vez le dio Victoria Ocampo a Mallea para descargar la crispación y la intolerancia que le provocaban las “estupideces” de su hermana menor (ver “Los coros”).
En una reseña en la que destaca los valores literarios de su escritura, dice Elvio Gandolfo que llamarla “plana” es un abuso de confianza que el autor de Dos relatos porteños se permite para consigo mismo. (9) Nadie puede leer en su discurso el momento en el que las palabras de desautorizan, ese acontecimiento que separa lo que se escribe del dominio que ejerce el autor. La diferencia entre lo que Escari supone que hizo con su vida mientras componía el “mosaico” autobiográfico y lo que transmite el movimiento que recorre las “viñetas” y las hace aparecer como apuntes de una experiencia en curso, se plantea nítida en el comienzo del último texto, “Reflexiones escritas al día siguiente de terminar este libro”:
Después de terminar este libro, lo releí como una serie d’ états d’ame. En este sentido, gira en torno de un sentimiento único, padecido en circunstancias y épocas diferentes de mi vida: una fuerte pulsión de rabia, de indignación o de furias enceguecedoras, por grandes o chicos que fueran los problemas que siempre volvía enormes.
No quisiera cometer un abuso de confianza con las libertades que definen mi condición de lector, ni poner en duda, claro, la verdad autobiográfica de estas pasiones tristes, pero lo cierto es que casi no escucho odio ni resentimiento en las causeries de Escari, tal vez sólo alguna resonancia débil, apenas audible entre otras modulaciones más alegres, de esa “pulsión de rabia” que la conciencia atesora. No sé si en la vida, pero en esa extraña forma de vida que es la escritura literaria parece que el autobiógrafo se desprendió de sus padecimientos. Incluso cuando los recuerdos fijan escenas de frustración o injusticia, como las dos de “Maltratan a los niños”, el tono de la rememoración conserva una ligereza que sin negar la fuerza del alegato lo vuelve divertido.
Si acordamos en darle a este término el alcance ético, incluso político, con el que lo usa Barthes (¿quién, que es, no es barthesiano?), podríamos hablar de benevolencia para referirnos a la actitud afectiva que recorre la escritura de Dos relatos porteños, esa forma de ironizar menos por puntadas ingeniosas que por una dispersión sutil de gestos y ademanes risibles. Cuando el autor los dirige hacia sí mismo, para proponer una imagen y al mismo tiempo dar la impresión de que no se toma tan en serio (“Debo confesar que, a pesar de las apariencias, soy alguien que tiene berretín de figurar.”), esos guiños irónicos resultan doblemente efectivos. Pero hay otro término que procede de la misma enciclopedia y que parece todavía más apropiado para agrupar en un haz de afectos lo que pasa por esta escritura: inocencia. Esta inocencia no es un estado del alma, la inocencia de los simples, sino una fuerza y una pasión. (Aunque no le interese posar de complejo, aunque a veces juegue a infantilizarse, Escari no tiene nada de simple. Y lo que hace tan atractiva su inocencia es, precisamente, que corresponde a alguien que “vivió mucho”.) Es una disposición activa a afirmar lo que sucede sin dejarse intimidar por el mundo de los valores. La inocencia, dice Nietzsche, es “el juego de la existencia”, y el buen jugador, el que sabe que no se trata “de aligerar la vida sino de tomarla ligeramente”. Por eso cuando Escari juega a la literatura autobiográfica y compone su autorretrato de loca en estado de rememoración y escritura, aunque se encarga de señalar la necesidad histórica de esas luchas, prefiere una exposición entretenida de la vida gay, abierta al registro de lo que puede llegar a tener de alegre y tierno, antes que una intervención directa, orgullosa, contra el rechazo y la discriminación. El espectáculo que monta es demasiado generoso como para que podamos atribuírselo a la rabia o a la indignación.
Vila-Matas recuerda que fue Gide quien escribió que “un artista no debía contar su vida tal y como la había vivido, sino vivirla tal y como la iba a contar”. Una máxima ingeniosa, muy en el espíritu de los juegos literarios de París no se acaba nunca, que nos ayuda a pensar la continuidad de vida y escritura en Dos relatos porteños por contraste, o mejor, a través de un desvío. Escari se convierte en artista al contar su vida tal y como verdaderamente la vivió porque ese acto diario inaugura cada vez una forma nueva de existencia. Sin arte (invención de un tono) no hay renovación de la vida y sin vida nueva (aparición de otros afectos) no hay arte. En este sentido puede hablarse, a propósito de su escritura autobiográfica, de una orientación hacia el presente. ¿Qué podría hacer hoy con mi vida, con lo que viví, ese tesoro de experiencias, y con la forma en que vivo? ¿En qué podría convertirlos, por qué medios? Cada “viñeta” en cada día es la forma artística que toma la respuesta a esta pregunta doble y, al mismo tiempo, la única condición posible para su enunciación.
(1)
Pablo Pérez: Un año sin amor. Diario del SIDA, Buenos Aires, Editorial Perfil, 1998; Raúl Escari: Dos relatos porteños, Buenos Aires, Editorial Mansalva, 2006.
(2)
María Moreno: “La internacional argentina”, en Radar (Suplemento de Página/12), Buenos Aire, 5 de noviembre de 2006.
(3)
César Aira: “El deseo de viajar”, en Fin de siglo 8, 1988.
(4)
Si bien Escari se anticipa a una lectura como ésta cuando declara “no quiero provocar. No peco en absoluto de populismo, sino, gracias al cielo, de un sentido o un gusto, una atracción dichosa por la cultura popular”, igual se puede reconocer en algunos de sus gestos la estrategia doble de provocación y seducción que identifica lo camp, y en la declaración que acabamos de citar –si se nos disculpa la violencia interpretativa-, un acto denegatorio.
(5)
Enrique Vila-Matas: París no se acaba nunca, Barcelona, Editorial Anagrama, 2003; pág 104.
(6)
Entre paréntesis, al final del texto titulado “Mi hermano Ricardo”, Escari anota: “Este texto era una nota al pie de página del apartado anterior… La dimensión que tomó, excesiva para una nota al pie, me hizo independizarla, pero comprobé que todavía, a tantos años de su muerte, sólo me atrevo a hablar de mi hermano en una notícula aclaratoria al pie de página.”
(7)
Julio y Edmundo Goncourt: Diario íntimo 1851-1895. Memorias de la vida literaria, Madrid, Ediciones Jasón, s/f. La cita pertenece al Prefacio firmado por Edmond.
(8)
Ver Raúl Escari: “La amistad gay: de Christopher Isherwood a Pablo Pérez”, en Canecalón 1, 2004 (reproducido en: http://www.canecalon.com/canecalon01/amistad.htm).
(9)
Elvio Gandolfo: “La deriva”, en Noticias N° 1560, Buenos Aires, 18 de noviembre de 2006.