Editorial El Aleph
175 páginas
Por Alejandra Laurencich
-¿Qué parte no entendiste?- la pregunta, con tono irónico, iba dirigida a mí, a la adolescente que yo era, y que una y otra vez volvía a poner el mismo disco, la misma canción. Cinco, seis, quince veces, todo el día. Me era doloroso, imposible, concebir el mundo, sin, digamos, la voz de Spinetta en Credulidad, por poner un ejemplo. Son esas cosas que te están amortajando.
Varias décadas después sigo haciendo lo mismo con otras músicas, y aquella costumbre -el elogio encubierto- se ha trasladado a los libros. Hay libros que, una vez finalizada la lectura -inmediatamente finalizada quiero decir- vuelvo a leer. Como para perpetuar la experiencia de ser atravesada por alguna clase de genialidad.
Personajes desesperados, de Paula Fox (New York, 1923), es uno de esos libros. Y por lo que puede leerse en el prólogo, es también uno de los libros que el brillante Jonathan Frazen no puede abandonar: Releyendo la novela por sexta o séptima vez, -dice- siento una ira y una frustración cada vez mayores ante sus misterios, ante las paradojas de la civilización y ante la ineptitud de mi propio cerebro y, entonces, sin saber cómo, termino por captar el final (...) y, de repente, vuelvo a estar enamorado otra vez.
Personajes desesperados es una novela escrita con la precisión de un cuento. De un cuento impecable, para ser justos. No hay ningún elemento que carezca de significación, en el conjunto final. Tanto en las descripciones, como en los diálogos rigurosos (que recuerdan en su crudeza a los de Lorrie Moore en Hospital de ranas, escritos varias décadas después), en las situaciones que se eslabonan a partir de un hecho, la maestría de la autora nos sumerge en un mundo que ahoga y desespera, para terminar estallando en la escena final. Pero no calma el final. No hay, como bien señala Franzen, alivio en él: Personajes desesperados quizá no tratara tanto de las respuestas como de la persistencia de las preguntas.
Esta obra, que fue reeditada por El aleph hace poco, fue escrita en el año 1971. Su autora, Paula Fox, tenía entonces casi medio siglo de vida. Una vida dura e intensa, nada fácil. A los 12 años ya había estado en nueve escuelas diferentes y diversos hogares de acogida, transitados desde que fue abandonada por sus padres en un orfanato. Toda su infancia está relatada en el libro de memorias: Elegancia prestada, finalista en el National Book Critics Circle Award y premiado con Editor's Choice del New York Times y el Pen/Martha Albrand Award. Allí puede leerse parte de su periplo por Cuba, Estados Unidos, Europa y Canadá. A los 22 años se subió a un barco de transporte de tropas reconvertido, y durante doce meses transitó las ruinas de la Europa de posguerra: Londres, París, Varsovia, Praga, Madrid. Testigo de un mundo que se había visto reducido a escombros y que debía volver a construirse, la experiencia quizá le sirviera para afilar su mirada al volver a su país, (lugar donde reside aún, desde que se estableciera luego de recibirse en la Universidad de Columbia), para encontrar las grietas en la tersura aparente de una civilización que si bien se proclamaba como exitosa, ya había empezado a desmoronarse.
En Personajes desesperados vi el germen de caracteres que luego encontraría en Oates, en la misma Loorie Moore, por citar a algunas autoras de otra generación, y hasta un cierto parentesco con la descripción de los centros urbanos que hace Coetzee en La edad de hierro. Una civilización en decadencia. En la novela de Fox, puede verse la basura, la violencia, el vandalismo, el cotidiano convivir con una marginalidad o una forma de vida primitiva, instintiva, que tarde o temprano golpeará con fuerza en las ventanas del hogar civilizado, o franqueará el umbral, para dar aviso de que el desmoronamiento es total, de que ya no hay refugios: ni amistades, ni hábitos, ni casas de campo en las afueras donde guarecerse. Es tan actual su visión apocalíptica, tan abrumadoramente moderna.
La novela, genial, magistralmente narrada, con imágenes poderosas (cómo olvidar ese montón de mierda en lo que es el símbolo de la vida familiar placentera: el hogar), cuenta tres días en la vida de Sophie y Otto, un matrimonio de profesionales neoyorkinos de los años 60, protegidos por una vida cómoda, un ambiente de buen gusto y refinamiento, amigos prósperos, lo que suele llamarse un buen pasar. Hasta que un gato famélico -perteneciente a ese afuera que puede atisbarse a través de las ventanas-, irrumpe y quiebra las reglas establecidas con un acto primitivo y desconsiderado. Muerde la mano que acaba de darle de comer. La perplejidad es devastadora. A partir de ese instante ya nada volverá a su cauce, cada minuto de ese fin de semana registrado por Paula Fox dará cuenta de que el afuera ha ingresado a casa, que ya nadie podrá negarse a verlo, ni tratar de limpiarlo con una manguera y una dosis de buena voluntad. Con el transcurrir de las horas los personajes se irán enfrentando a sus miedos más recónditos, a sus reacciones más aborrecidas, a la soledad.
Cuando ya no quede cómo fingir, quedará la tinta de un frasco con el que relatar la historia, pero quizá también resulte tarde, e inútil, intentar esta salida.
Por Alejandra Laurencich
-¿Qué parte no entendiste?- la pregunta, con tono irónico, iba dirigida a mí, a la adolescente que yo era, y que una y otra vez volvía a poner el mismo disco, la misma canción. Cinco, seis, quince veces, todo el día. Me era doloroso, imposible, concebir el mundo, sin, digamos, la voz de Spinetta en Credulidad, por poner un ejemplo. Son esas cosas que te están amortajando.
Varias décadas después sigo haciendo lo mismo con otras músicas, y aquella costumbre -el elogio encubierto- se ha trasladado a los libros. Hay libros que, una vez finalizada la lectura -inmediatamente finalizada quiero decir- vuelvo a leer. Como para perpetuar la experiencia de ser atravesada por alguna clase de genialidad.
Personajes desesperados, de Paula Fox (New York, 1923), es uno de esos libros. Y por lo que puede leerse en el prólogo, es también uno de los libros que el brillante Jonathan Frazen no puede abandonar: Releyendo la novela por sexta o séptima vez, -dice- siento una ira y una frustración cada vez mayores ante sus misterios, ante las paradojas de la civilización y ante la ineptitud de mi propio cerebro y, entonces, sin saber cómo, termino por captar el final (...) y, de repente, vuelvo a estar enamorado otra vez.
Personajes desesperados es una novela escrita con la precisión de un cuento. De un cuento impecable, para ser justos. No hay ningún elemento que carezca de significación, en el conjunto final. Tanto en las descripciones, como en los diálogos rigurosos (que recuerdan en su crudeza a los de Lorrie Moore en Hospital de ranas, escritos varias décadas después), en las situaciones que se eslabonan a partir de un hecho, la maestría de la autora nos sumerge en un mundo que ahoga y desespera, para terminar estallando en la escena final. Pero no calma el final. No hay, como bien señala Franzen, alivio en él: Personajes desesperados quizá no tratara tanto de las respuestas como de la persistencia de las preguntas.
Esta obra, que fue reeditada por El aleph hace poco, fue escrita en el año 1971. Su autora, Paula Fox, tenía entonces casi medio siglo de vida. Una vida dura e intensa, nada fácil. A los 12 años ya había estado en nueve escuelas diferentes y diversos hogares de acogida, transitados desde que fue abandonada por sus padres en un orfanato. Toda su infancia está relatada en el libro de memorias: Elegancia prestada, finalista en el National Book Critics Circle Award y premiado con Editor's Choice del New York Times y el Pen/Martha Albrand Award. Allí puede leerse parte de su periplo por Cuba, Estados Unidos, Europa y Canadá. A los 22 años se subió a un barco de transporte de tropas reconvertido, y durante doce meses transitó las ruinas de la Europa de posguerra: Londres, París, Varsovia, Praga, Madrid. Testigo de un mundo que se había visto reducido a escombros y que debía volver a construirse, la experiencia quizá le sirviera para afilar su mirada al volver a su país, (lugar donde reside aún, desde que se estableciera luego de recibirse en la Universidad de Columbia), para encontrar las grietas en la tersura aparente de una civilización que si bien se proclamaba como exitosa, ya había empezado a desmoronarse.
En Personajes desesperados vi el germen de caracteres que luego encontraría en Oates, en la misma Loorie Moore, por citar a algunas autoras de otra generación, y hasta un cierto parentesco con la descripción de los centros urbanos que hace Coetzee en La edad de hierro. Una civilización en decadencia. En la novela de Fox, puede verse la basura, la violencia, el vandalismo, el cotidiano convivir con una marginalidad o una forma de vida primitiva, instintiva, que tarde o temprano golpeará con fuerza en las ventanas del hogar civilizado, o franqueará el umbral, para dar aviso de que el desmoronamiento es total, de que ya no hay refugios: ni amistades, ni hábitos, ni casas de campo en las afueras donde guarecerse. Es tan actual su visión apocalíptica, tan abrumadoramente moderna.
La novela, genial, magistralmente narrada, con imágenes poderosas (cómo olvidar ese montón de mierda en lo que es el símbolo de la vida familiar placentera: el hogar), cuenta tres días en la vida de Sophie y Otto, un matrimonio de profesionales neoyorkinos de los años 60, protegidos por una vida cómoda, un ambiente de buen gusto y refinamiento, amigos prósperos, lo que suele llamarse un buen pasar. Hasta que un gato famélico -perteneciente a ese afuera que puede atisbarse a través de las ventanas-, irrumpe y quiebra las reglas establecidas con un acto primitivo y desconsiderado. Muerde la mano que acaba de darle de comer. La perplejidad es devastadora. A partir de ese instante ya nada volverá a su cauce, cada minuto de ese fin de semana registrado por Paula Fox dará cuenta de que el afuera ha ingresado a casa, que ya nadie podrá negarse a verlo, ni tratar de limpiarlo con una manguera y una dosis de buena voluntad. Con el transcurrir de las horas los personajes se irán enfrentando a sus miedos más recónditos, a sus reacciones más aborrecidas, a la soledad.
Cuando ya no quede cómo fingir, quedará la tinta de un frasco con el que relatar la historia, pero quizá también resulte tarde, e inútil, intentar esta salida.