Teatro reunido
Manuel Puig
Entropía, 2009
236 págs.
No fue la mejor de las suertes la que tuvo Manuel Puig con el mercado editorial argentino. Luego de que, tras varias idas y vueltas con el manuscrito, Jorge Álvarez (por intervención de Pirí Lugones) publicara La traición de Rita Hayworth en junio de 1968 y Sudamericana Boquitas pintadas en 1969 (además de la segunda edición de La traición, que por auto-censura había interrumpido originalmente) y The Buenos Aires Affair en 1973, Puig se volvió un escritor argentino que publicaba en España (Seix-Barral) y en el resto del mundo, un escritor internacional. Y si bien esa situación está relacionada en gran medida con la prohibición política que pesó sobre su obra, el retorno democrático no supuso el retorno de Puig a las editoriales argentinas. En este sentido, la tarea comenzada por Beatriz Viterbo, continuada por El cuenco de plata y luego por Entropía ha venido a reparar esa falta.
Primero fueron las obras de teatro, luego los guiones de cine, finalmente las cartas y, ahora, la nueva edición de parte de su teatro. Y lo cierto es que la obra de Puig sigue aumentando. La aparición de los dos tomos de cartas (Querida familia:, tomos 1 y 2, Entropía, 2005 y 2006) permitió conocer otra dimensión de su producción, cuya importancia, naturalmente, no es sólo documental. Las cartas de Puig (como las de Flaubert, o las de Benjamin, o las de Kafka) no hablan de la escritura o de la vida, son la experiencia de la escritura y la vida superpuestas, y obligan a una revisión de su obra. Las cartas norteamericanas, en este sentido, ocupan un lugar privilegiado en relación con el origen de la literatura de Puig, dado que pueden leerse como proceso de descubrimiento y apropiación del pop (como definición, según Puig, del presente del arte y la cultura) y, al mismo tiempo, de la literatura argentina (consumo sistemático en bibliotecas públicas –Puig no compra libros–, que termina de desterrar el mito del reemplazo de la biblioteca por la videoteca), además, por supuesto, del cine (varias películas por semana, comentadas a su madre metódicamente). Y la escritura de esas cartas norteamericanas acompaña otra, la de la novela (el “capítulo monstruo”) que irrumpe en la vida de Puig como un impulso que ya no se detendrá: La traición de Rita Hayworth. Pero si ese proceso de descubrimiento (la irrupción del monstruo) se vuelve vital es porque lo que Puig encuentra es, antes que nada, una forma de vida, un estilo de presencia para el que la escritura (de cartas, de novelas, de lo que sea) ocupa un lugar esencial.
Esta nueva edición de su teatro, Teatro reunido (cuatro obras ya publicadas y una comedia musical inédita hasta ahora, con prólogo de Jorge Dubatti), teniendo en cuenta lo que puede leerse en las cartas, vuelve a poner en primer plano un elemento central de la obra de Manuel Puig, de su origen. Pues el origen de su escritura funciona a partir de un desvío: Puig se encuentra con la novela yendo en busca de otra cosa –el guión de cine. Y ese desvío se vuelve doble si se tiene en cuenta el hecho de que en sus primeros ejercicios de escritura la lengua también es otra -el inglés, un “broken english”, tal como lo define (segundo principio de internacionalidad de su literatura, que se volverá método a partir de Maldición eterna a quien lea estas páginas). Es decir, lo novelesco, en Puig, se sostiene en una política del desvío, a partir del tránsito por los límites de la literatura. Las obras de teatro, en este sentido, son otro de los límites de lo literario que Puig transita a partir de mediados de los años 70.
Ahora bien, sean guiones de cine u obras de teatro, lo cierto es que se trata de zonas que nunca dejarán de resultar familiares para Puig, en la medida en que el borramiento de la figura del narrador es elemento central de su novelísitica. Pero al mismo tiempo, como en sus novelas, ese borramiento es sinónimo del despliegue de las mil y una formas de la narración. En Puig la narración estalla para que todos cuenten (su vida pasada, historias de otros, la vida futura, cualquier cosa). Y es por esto que no hay diferencia, no hay otra cara. No hay un Puig novelista, un Puig cronista, un Puig dramaturgo. Hay, sin más, Manuel Puig. Una única energía de escritura que se despliega en novelas, cartas, obras de teatro, guiones cinematográficos, crónicas, o lo que sea.
Cuéntame tu vida
El volumen se abre con El beso de la mujer araña, adaptación de la novela, estrenada en Valencia en 1981 y puesta en Buenos Aires dos veces, una en 1983 y otra en estos días (dirección de Rubén Szuchmacher, con Humberto Tortonese en el papel de Molina y Martín Urbaneja en el de Valentín). La obra, una vez estrenada, se representó en todo el mundo y supuso para Puig, además de un gran éxito, poco menos que el enriquecimiento.
Lo que la nueva edición y la nueva puesta de esta obra permiten recordar es que El beso de la mujer araña (la novela, la obra de teatro) es no sólo uno de los puntos más altos de la producción del autor sino también de la literatura argentina. La pregunta, en este sentido, es en qué series es posible colocarla hoy, sobre todo porque cualquiera sea esa serie (la de las articulaciones entre literatura y política, sexualidad y política, literatura y vida, literatura y ética, literatura y comunidad, etc), el texto sigue siendo insuperable y parece haberlo dicho todo al respecto.
La primera decisión que toma Puig para la adaptación es reducir la serie de películas narradas por Molina a la primera, la de
VOZ DE MOLINA: ¿Qué pasó conmigo, Valentín, al salir de aquí?
VOZ DE VALENTÍN: La policía te vigiló, controló tu teléfono, todo (…) Mis compañeros desde el coche en fuga te balearon a muerte, como lo habías pedido vos, en caso que te agarrara la policía. Y nada más… Y a mí, Molina, ¿qué me pasó?
VOZ DE MOLINA: Te torturaron, mucho… Y se te infectaron las heridas. Un enfermero se compadeció y a escondidas te dio morfina, y soñaste.
El hecho de que Puig haya decidido realizar la adaptación de El beso tiene que ver con que se trata de la primera de sus novelas que explora la pura conversación. Puig hace de la charla un procedimiento que se volverá definitivo y la pregunta, en este punto, es cuál es la potencia de esa forma, qué verdad se encierra allí. Lo primero que puede postularse es que la charla es sinónimo, en Puig, de un proceso de transformación. Hay una confianza en el lenguaje como espacio de comunicación: la conversación permite el juego de las posiciones (la celda, en El beso, se vuelve un laboratorio de subjetividades, donde los lugares son móviles: oír y hablar, curar y ser curado, ser analista y analizado). Pero la comunicación, en Puig, no coincide con la ratificación del sujeto, ni con la identificación. Por el contrario, el sujeto se pierde en las imágenes (las propias, las del otro) para suspenderse y volverse otro. El beso final, así, puede leerse como triunfo de lo imaginario. Y es por ello que –lejos de lo que a veces suele señalarse– no funciona como síntesis de los opuestos, conciliación, sino todo lo contrario: voluntad del sujeto de albergar en sí lo otro, definitivamente y construir comunidades imaginadas. El beso contagia y no es estado, sino proceso. Hablar, de este modo, es hacer proliferar un imaginario único, obra de aquellos que se entregan a la seducción hablada. Pero hablar es, también, entrar en estado de influencia: la palabra se vuelve líquido, influjo.
Puro teatro. Simulaciones
Lo teatral, en los casos de Bajo un manto de estrellas, Misterio del ramo de rosas, Triste golondrina macho y, en menor medida, Un espía en mi corazón, puede pensarse a partir del lugar dado al actor. El estatuto del actor es uno de los ejes de la problematización teatral de Puig en la medida en que el juego consiste en la permanente entrada y salida por parte de los actores del universo ficcional. La puesta en crisis de la identidad que desarrolla El beso se vuelve, en el resto de las obras, un procedimiento específicamente teatral que hace del actor una entidad que en escena es, al mismo tiempo, actor y personaje.
En Bajo un manto de estrellas, por ejemplo, dos de los cinco actores entran a escena representando, cada vez, a personajes diferentes. Los nombres con los que son designados en el texto son siempre los mismos (el visitante, la visitante) y lo que da eficacia al recurso es la ambigüedad, la duda. Porque en la obra todos dudan con respecto a la identidad de esos dos extraños: los espectadores, los otros tres personajes, pero también los visitantes. Luego de ligeras resistencias, todos se dejan llevar por una fuerza (la teatralidad como imperio de lo imaginario) y juegan a ser (o ver) lo que la escena reclama. De este modo, la escena misma funciona como esos personajes-actores, pues el living de casa de campo en el que transcurre la obra se vuelve, a su vez, escenario: espacio siempre irrealizado.
Lo teatral (la vida como puro teatro) es así una clave de toda la obra de Puig. Porque la lógica que domina en Bajo un manto de estrellas puede hacerse extensiva a cualquiera de sus novelas: el desplazamiento del universo de la representación al de la simulación. En el pliegue permanente de las identidades lo que se obtiene como resultado es una representación imposible, sin origen, sin principio de realidad. El teatro de Puig es un teatro de simulaciones, en la medida en que no hay personaje (sujeto) original. El actor es el otro y el mismo alternativamente y en esa ruina de la subjetividad lo que queda, lo que hace que la obra continúe es la serie de posiciones (gestos) definida por la lógica del deseo, entre el deseo del yo y el deseo de los otros. Y así dicen: “¿Y cómo es que soy? Siempre quise saberlo” (106) “Te pido que me digas, sin abrir los ojos, cómo soy” (85) “Eras como siempre te había imaginado, el hombre de mi vida (86).
La realidad, así, coincide sólo con la imagen y el teatro es, en Puig, simplemente eso, una fuente de imágenes en la que los sujetos se abisman. Y es por ello que se trata de un teatro de simulaciones, porque lo imaginario funciona como salto más allá de la representación, en el proceso de indistinción que los personajes hacen posible. “Se te va la mano con la imaginación”, dice uno de los personajes. Y de eso se trata, de una imaginación desatada, que se repite, que prolifera sin fin, en la medida en que el fin de la obra señala un recomienzo con la misma dinámica: el otro, que es otro, que es otro.
Otra de las dimensiones de lo teatral de la obra de Puig se registra en la génesis de algunos de sus textos a partir de Maldición eterna a quien lea estas páginas. Y esta novela debe tenerse en cuenta en la lectura de Misterio del ramo de rosas. Las múltiples inflexiones de la relación paciente-enfermero dan lugar a alucinaciones y la conversación, a partir de la alternancia entre la segunda persona y la tercera persona, es la realización de lo imaginario. De este modo los personajes hablan no sólo entre ellos sino también, al mismo tiempo, con sus muertos y la condición teatral que lo hace posible es la disposición del interlocutor a representar a quien el otro imagina. Pero si en Maldición se trataba de la charla entre hombres, en Misterio del ramo de rosas se trata de mujeres. Y en todas las obras la potencia de la conversación opera del mismo modo –conversaciones de hombres, conversaciones de mujeres. Como en muchas de las películas de Almodóvar (que no en vano asistió al estreno teatral de El beso) la posibilidad de construir comunidades se define en esa comunión de género.
El actor se vuelve, en estas obras de Puig, una entidad neutralizada. En el caso de Triste golondrina macho, obra en la que “escenario, iluminación y actuación deberían crear una atmósfera de cuento de hadas” (157), esto se hace posible por la aparición de fantasmas de muertos, entidades malignas cuyo poder es una fuerza de teatralidad: intervienen en el mundo de los vivos para llevarlos consigo a un espacio incierto, intermedio, neutro. Y lo simulado, en este caso, es la palabra, pues los fantasmas funcionan (una vez más, en el límite de las funciones teatrales, adentro y afuera del escenario) como apuntadores teatrales para soplarle a los personajes sus líneas. Ningún personaje, de este modo, es sujeto de su discurso, pues todos hablan en lugar de otro. El resultado es un pacto secreto entre hermanas, en el que lo que está en juego, como en todas estas obras, es cómo conseguir la felicidad y el amor.
La obra inédita hasta ahora, Un espía en mi corazón, lleva muchos de estos principios al extremo, un extremo de espectacularidad y artificialidad decididamente camp. Concebida como comedia musical, la obra (y su final feliz) se coloca en otra posición con respecto a los relatos convencionales del cine de Hollywood. Pero la obra, al mismo tiempo, sostiene un principio fundamentalmente acumulativo de géneros, materiales y elementos históricos (el melodrama, la gauchesca, la radionovela, la ciencia ficción, intrigas de espías internacionales, el nazismo, la música electrónica) cuyo resultado es un teatro de lo inesperado, el quiebre de cualquier causalidad (y que podría pensarse en relación con el teatro de Copi). Con ese marco, la ruina de la subjetividad que ponen a funcionar las obras anteriores se realiza aquí a partir de la construcción conspirativa de dobles-robot. De este modo, Un espía en mi corazón, vuelve sobre hipótesis políticas y culturales ya postuladas por Puig en textos como The Buenos Aires Affair, sobre la continuidad entre el nazismo y el totalitarismo de la cultura industrial, en este caso a partir de lo disparatado y lo trash.
Lo imaginario
Lo teatral, en Puig, coincide con el registro de lo imaginario. El espacio que se diseña (el tipo de vínculos que se propicia, el lugar hacia el que se dirigen los deseos) cifra su verdad en la construcción de imágenes –ensoñaciones, planes de vida, la fuga. Se trata de lo imaginario porque los personajes están movidos por la fuerza de invención de imágenes siempre nuevas, lugares utópicos que, al mismo tiempo que coinciden con ciertos tópicos de la cultura industrial (generalmente asociadas en las lecturas de la obra de Puig con géneros populares), siempre llevan a otro lado. Puig, su trabajo con esos géneros del deseo, extraña la matriz de los lugares comunes, para inventar formas nuevas.
El teatro es uno de los espacios que hacen posible la irrupción de esas imágenes y por lo tanto da forma a una de las grandes utopías que sostiene la obra de Puig: los procesos de transformación. Volverse radicalmente otro en la transformación mínima, en el leve desajuste de la subjetividad, en la invención de comunidades. En el espacio teatral, ese desajuste se funda en el lugar del actor. El actor es siempre actor, en la medida en que funciona como entidad neutra (es decir, que se neutraliza a lo largo de la obra hasta volverse irreconocible para sí, para los otros personajes, para el espectador): lugar del deseo de sí, del deseo de los otros, que se llena y se vacía –es un fantasma, o un zombi, o un robot, o una alucinación, o un sueño. Sueños de hombres, sueños de mujeres, Puig encuentra en el teatro una potencia decididamente afirmativa. Es por eso que este Teatro reunido permite recuperar otra de las inflexiones de una obra que hoy reclama una lectura del lado de la ética.