24/8/07

Cómo estar solo

Sobre Los estantes vacíos, de Ignacio Molina
Entropía, 2006
Por Alejandro Soifer

¿Cómo escribir sobre un libro del que ya se ha dicho tanto? Intentémoslo.
Tenemos entonces, quince relatos agrupados en un libro con ciertas continuidades temáticas y argumentales tanto como formales y de procedimiento.

Podría establecerse como plano de lo narrado el espacio y el tipo de personajes que se repiten en los relatos. Tenemos hombres y mujeres de entre 20 y 30 años, de clase media – media baja (en esa franja difícil de clasificar que algunos han llamado La generación del milqui: mil quinientos pesos de sueldo que obligan a la vida gasolera y el alquiler y los gastos compartidos con otro; compañero de cuarto o pareja) que intentan vivir y sobrevivir a la vida en la época del ningún- ismo.

Establecer que hay una repetición de arquetipo de personaje que se reproduce a lo largo de los quince cuentos es un mecanismo crítico productivo porque permite hablar del desplazamiento de personajes y situaciones como una constante en la construcción del libro. Una idea básica se desliza: no importa el personaje, importa la situación. Los personajes entran en un juego de enroques permanentes, un desplazamiento que sigue la línea de toque de de significantes vacíos. Como si de jugar el Juego de la mancha se tratase, un nombre propio que representa a un personaje en un cuento le pasa la mancha o el significado a otro personaje, otro significante, en otro cuento, permaneciendo ese significado inmutado en el traspaso. No hay una delimitación de los personajes tal que permita el juego de las diferencias sino que hay un montón de nombres propios actuando como marca y posibilidad de encadenamiento, deslizamiento del significado (ese condensado que incluye situaciones y escenarios similares en desplazamiento a lo largo de los cuentos) de cuento en cuento, de personaje en personaje (lo que es lo mismo en este caso, de nombre propio en nombre propio) lo que lleva a pensar una categoría excesiva pero posible y esclarecedora: un Archipersonaje como presencia previa, como personaje que deviene personaje encarnado en los nombres propios que saturan los relatos.

Teniendo en cuenta lo que podríamos llamar “el problema de los nombres propios en la Literatura Argentina” (¿Cómo escribe un escritor argentino nombres propios y resulta auténtico y realista asaltado como se encuentra él y el lector por el pastiche de los nombres extranjeros leídos mil veces en la literatura traducida?), Molina supera el dilema inundando su libro de cuentos con nombres propios. Opera por saturación y le da buen resultado.
Pero paradójicamente, quita toda individualidad y hondura de personaje a ese despliegue de nombres. En algún punto, el nombre pasa a ser mera excusa y en eso está nuevamente presente el problema de los nombres propios en la Literatura Argentina: el nombre deja de tener importancia, el nombre es una función operativa, un elemento necesario para tapar un espacio vacío.

En ese desborde y transferencia de significados funda el autor sus procedimientos más arriesgados y es donde puede observarse un gesto levemente trasgresor de los automatismos del género con el que trabaja. “Espirales” y “Los estantes vacíos” operan por contagio. Nuevamente como en el juego de la mancha, un nombre propio se llena, se mancha con la acción o situación e inmediatamente le transfiere la posibilidad de jugar a otro nombre propio. Porque ser la mancha es la posibilidad de entrar a poseer el centro: decidir a quién pasarle esa marca mientras los demás se dedican a huir.
Estos cuentos imprimen un dinamismo a la narración que la mueve del letargo del cuento intimista donde la acción es irrelevante o prácticamente inexistente.
El cuento se mueve entonces en el ritmo acelerado de la transferencia de personajes que se intercalan e interrelacionan dando al lector la posibilidad del movimiento: comprender la relación que en el texto se da como saltos de nombre a nombre y comprender la forma en la que, finalmente, esos nombres, esos personajes, se interrelacionan.
Pero como decía antes, el nombre no deja de ser un vehículo, una cáscara vacía que podría ser reemplazado por otros nombres distintos o repetidos y esto se comprueba en el comienzo de cada cuento: entre las primeras tres oraciones del relato se encentra una referencia un nombre que ancla la narración, la individualiza, permite que comience el juego, funciona como la Mancha original.
El nombre propio también se desplaza entre cuentos: “Arpegios” y “El opio de los pueblos” por un lado y “El sistema” y “Jornadas literarias” forman entre sí, sistemas cerrados y continuados con su pequeña cosmogonía de cotidianidades intrascendentes.
Los personajes saltan de un cuento a otro construyendo pequeños mundos que rompen el encasillamiento genérico de la nouvelle: imponen su propia lógica temporal y de lectura por estar insertos en un libro de cuentos que es un soporte que permite una mayor libertad al lector en tanto la decisión acerca de cómo llevará a cabo su lectura. Leer antes o después un cuento no altera el significado por más que la lógica de continuidad temporal se vea afectada.
El movimiento no deja acá de ser sincrónico (como en el ejercicio previo de inmediatez y asociación a partir de saltos nombre a nombre en “Los estantes vacíos” y “Espirales”) pero no impone la necesidad de una lectura lineal sino que abre el juego a una lectura que podría llegar a pensarse como reflejada. Los eslabones de la cadena que permiten seguir la asociación son nuevamente los nombres de los personajes que cargan sobre sí una serie de situaciones que, como dije, bien podrían ser intercambiables sin alterar demasiado los resultados o el sentido.
Pero si sostengo que podría instituirse una figura tal como un Archipersonaje que ocupe el lugar previo de todos los avatares (encarnaciones) de los personajes de los cuentos es porque por fuera del estilo y los procedimientos de cada cuento (único factor diferenciador que les da una identidad definida) reside aquella esencia temática y argumental repetida ya mencionada y que podría pensarse como condensación de Idea previa que encuentra diferentes formas de personificación en los relatos.
Al área temática-argumental entonces, podríamos llamarla “Cómo estar sólo”: una mirada íntima sobre las relaciones entre hombres y mujeres sofocados por las zonas grises, la apatía, la falta de expectativas y de tensiones. Incluso el sexo se encuentra sugerido y no explicitado.
En esta crónica del fracaso se pasa por dos tópicos fuertes: fracaso de superar los límites del propio cuerpo (y por ende, la propia individualidad) y fracaso de superar el clima de época. Es por esto, nuevamente, que la única forma posible de desplazamiento está presentada en el movimiento de la narración a partir de sus personajes: el movimiento es producto del narrador moviendo el foco y no de la acción superadora de sus propios límites de los personajes.
Dentro de esta estructura hay espacios reconocibles estructuradores de la acción (movimientos cotidianos, sin tensión): el barrio y el edificio.
En “Espirales” pero sobre todo en “Seis novelas” el espacio del edificio estructura esos nombres propios que se intercalan e intercambian, sirve como espacio posible para contener el intercambio, dotarlo de límites para que no se desborde.
Hay otros mecanismos narrativos a los que recurre el narrador acertadamente y que ubican a Los estantes vacíos a cierta distancia del género del que parte y que convierte a su lectura en plausible hoy en día, teniendo en cuenta por ejemplo, la reciente reedición de Rapado de Martín Rejtman (Interzona, 2007) que hace ya una década sentó las bases del desembarco de esta estética (minimalismo para unos, realismo sucio para otros) en la Argentina.
Más teniendo en cuenta que el riesgo de la saturación de las posibilidades en una literatura estática, apática, sutil, costumbrista y sin tensiones narrativas, es muy grande. Molina apela a ciertos pequeños movimientos que le permiten lo necesario para mover unos centímetros su estética de la norma y así ganarse el aire necesario para concluir su libro y hacerlo viable.
Aparte de los procedimientos ya mencionados, el narrador recurre a juegos con los tiempos de la narración apelando a una estructura que podría describirse como Presente – Pasado – Presente en “Y a los otros también” y lleva el procedimiento a sus máximas consecuencias en “Brasil tiene esas cosas” apelando a una compleja estructura Pasado – Pasado del pasado – Pasado del pasado del pasado – Pasado del pasado – Pasado donde como se ve, la linealidad vuelve a ser una característica propia.
Por último hay un aprovechamiento de la posibilidad de plantear pequeños enigmas irrelevantes (a falta de tensiones narrativas fuertes) y aplazar su respuesta.
Barthes estudiaba en S/Z lo que él llamó “el código hermenéutico” como aquel que construye una pregunta, las dilaciones para dar la respuesta y finalmente, la respuesta:

“La proposición de verdad es una frase “bien hecha”; comporta un sujeto (el tema del enigma) , el enunciado de la pregunta (la formulación del enigma), el enunciado de la pregunta (la formulación del enigma), su marca interrogativa (el planteamiento del enigma) y las diferentes subordinadas, incisas y catálisis (las dilaciones de la respuesta) que preceden al predicado final (la revelación)” (1)

El narrador pone en escena pequeños enigmas (¿Qué relación une a dos personajes? ; ¿Qué perdió algún otro personaje? ; etc.) y dilata la respuesta lo que empuja la acción y la atención del lector poniendo en movimiento así, la narración.
Historias mínimas, abuso del espacio vacío de los estantes: el vacío propio, el vacío generacional, el vacío de un significante que sirve de soporte para el desplazamiento, el vacío de las relaciones rotas y el vacío de la deuda y de la elipsis (el sexo elidido, el sentido elidido), el vacío, en definitiva, de estar solo.


(1) Barthes, R., S/Z, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004, p.70
Alejandro Soifer

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